I’ll be your mirror

El inagotable encanto de lo oscuro

Uno de los grandes hitos del capitalismo fue descubrir la adolescencia como nicho de consumo, de ahí la invención de toda una «cultura juvenil» después de la II Guerra Mundial, una «cultura» que siempre ha tenido en el desafío y la contestación dos de sus rasgos distintivos. No se trata de dar aquí explicaciones científicas ni unívocas -no puede haberlas-acerca de por qué parece que determinados referentes culturales perviven entre los jóvenes década tras década mientras que otros equivalentes en calidad no parece que tengan la misma implantación, pero sí de plantear alguna hipótesis a partir de un par de casos significativos. Fijémonos en dos grupos como The Velvet Underground o Joy Division, surgidos -y clausurados- hace varias décadas y con un período de actividad no demasiado extenso (nueve años para la banda de Lou Reed, apenas cuatro para la de Ian Curtis), cuyas propuestas musicales, si bien no terriblemente exigentes, tampoco son absolutamente accesibles, con sonidos oscuros, cierto coqueteo con el ruidismo y letras desasosegantes.

Recientemente se acaba de publicar I’ll Be Your Mirror: A Tribute to The Velvet Underground & Nico (Verve, 2021), un disco en el que se homenajea y se recrea el debut de la banda neoyorquina con la presencia de grupos de creciente prestigio como Sharon Van Etten, Angel Olsen o Fontaines D.C. y figuras sin las que sería incomprensible la música popular de los últimos treinta años como Matt Berninger, Michael Stipe o el mismísimo Iggy Pop (que también podría ser uno de los destinatarios de estas líneas). La influencia de la Velvet Underground y Joy Division -que parece que nunca dejen de ser noticia- se deja sentir en multitud de artistas, de The Strokes a Lana del Rey o Arcade Fire y, como bien apunta David Saavedra, de Rockdelux, en nuevas bandas que cantan en castellano como Nueve Desconocidos, Antifan, Depresión Sonora o Somos La Herencia.

Para tratar de entender este fenómeno hay que comenzar atendiendo a factores ajenos a lo musical. En tiempos como los nuestros, donde la imagen ha ido ganando cada vez más presencia en la forma con la que organizamos nuestra experiencia y nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos, conviene advertir que ambos grupos son dos grandes marcas; en efecto, funcionan muy bien como producto, como eslogan comercial, tienen sendos nombres eufónicos, fáciles de recordar, que además suenan modernos, atemporales, rotundos. A ello hay que añadir la propia iconografía de la que participan: sus tipografías características, las portadas y emblemas elegidos para popularizarlas, las camisetas con sus motivos son elementos muy atractivos con independencia de aquello a lo que aludan -no descartemos que un amplio número de aquellos que portan mercadotecnia de ambas bandas no sepan que se trata de grupos de música o que hayan oído apenas un par de temas-. Se trata, además, de grupos que no gozaron de un éxito de ventas en su momento, de bandas ya desaparecidas -que no hemos visto envejecer, por tanto- y dotadas de elementos luctuosos que contribuyen a romantizar el producto y a apuntalar su presunta credibilidad en un mercado siempre vulnerable al morbo: el suicidio de Ian Curtis, la autodestrucción de Nico y el canto a la heroína de Lou Reed.

Nico and Andy Warhol

Sin abandonar esta lógica de la mercancía cultural hemos de tener en cuenta que las influencias y gustos que declaramos, que hacemos públicos, son únicamente una parte de nuestras influencias y nuestros gustos, a veces ni siquiera la más importante. No hace falta leer a Bourdieu o a Baudrillard para caer en la cuenta de que las referencias artísticas y culturales desempeñan un papel importante en la construcción de nuestra identidad, que evidentemente eso es un proceso social con una dimensión pública basada en la distinción -no nos puede gustar lo mismo que a cualquiera- y en la escenificación de nuestras presuntas preferencias -hay cosas que nos gustan que debe saberse que nos gustan-. Hay que tener en cuenta entonces que Joy Division o The Velvet Underground son referentes culturales de los cuales no nos avergonzamos o de los que incluso nos apetece presumir, pues su dimensión minoritaria y el desencanto y descreimiento que trasmiten nos protegen frente a cualquier acusación de ingenuidad o cursilería. No hay nada más ubicuo en nuestros días que teatralizar el que se está de vuelta de todo, algo a lo que se prestan perfectamente estos dos grupos, que funcionan como emblemas del pensamiento anti-utópico, idóneos para tiempos cínicos como los nuestros. 

Desde la caída del muro de Berlín, el desmantelamiento de los grandes relatos que organizaban nuestra experiencia y la constatación del «no hay alternativa» thatcheriano nuestra conciencia del tiempo se ha visto alterada. La consigna punk no future parece haberse acentuado más en estos últimos años, al menos en la parte acomodada del mundo: la falta de horizonte desde el punto de vista profesional e individual, la incapacidad de imaginar alternativas al estado actual de cosas, la reciente pandemia, la sensación de posibilidad real de un fin de la especie humana debido al colapso ecológico y energético empujan a vivir un eterno presente en el que el futuro se desdibuja y el pasado acaba siendo visto como un mero repertorio de imágenes y motivos del que podemos servirnos a discreción siempre que demuestren su eficacia simbólica o emocional, siempre que procuren algún tipo de rentabilidad. Todo esto se intensifica en la adolescencia, una etapa vital ya de por sí proclive a la frustración, a los sentimientos de soledad e incomprensión, a la angustia derivada de la asunción progresiva de responsabilidades y al cariz melodramático que adquieren las relaciones fraternales y amorosas en esos años. 

No es extraño entonces que grupos que cantan al aislamiento, a la conciencia de un final, a una combinación de hedonismo y nihilismo conecten con la sensibilidad contemporánea. 

También lo estrictamente musical contribuye a su vigencia, qué duda cabe, pero ello no permitiría explicar por qué estos grupos sí parecen más presentes, más actuales, más modernos que muchos de sus contemporáneos artísticamente equivalentes o superiores. Un sonido oscuro y elegante y una poética y una estética que conjugan decadencia y rabia controlada además de poderosísimas canciones como «Heroin», «Rock and Roll», «Sweet Jane», «Transmission», «Love will tear us apart» o «She’s lost control» decididamente contribuyen a su éxito. Como también lo hace su apuesta sonora, con una producción excelente, una fuerte presencia del bajo y unas guitarras subordinadas a la canción y no tanto al lucimiento del guitar hero, así como unos cantantes que se inclinan más por el fraseo y el recitado que por el gorgorito, aspectos que encajan bien con la evolución de la música popular en las últimas décadas. 

Lo aquí propuesto no es válido únicamente para las dos bandas mencionadas -ni desde luego pretende ser una interpretación definitiva- y quizá merecería la pena hablar también de Nirvana -a quien alcanza mucho de lo dicho-, de otros grupos de los sesenta, los setenta y los ochenta y de movimientos literarios como la beat generation que también parecen encontrar un renovado ejército de entusiastas con cada nueva generación. Y mientras escribo esto Lou Reed me habla de una niña a la que le cambió la vida una emisora de radio donde pinchaban rock, y antes Ian Curtis me invitaba a bailar en medio de una noche que parece no tener final, y yo también me emociono, me entrego a esa música y me tomo esas canciones como lo que son: mensajes del futuro.

por David Sánchez Usanos

Se divierte en clase. Literatura, filosofía, r’n’r. Trata de tomárselo con deportividad.

Un niño, un libro, una moto.

https://youtu.be/nhbSYP8cyD8
David Sánchez Usanos
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