Los días perfectos

¿Cuántas categorías de días tenemos en la vida? Están los días perfectos, los días felices (no son los mismos, claro, aunque tendemos a pensar que sí), los días perdidos, los días que pasan en un nifunifa —y que en algún momento peligroso se convierten en cotidianos—, los días alegres, los días de verano, los días que vienen antes de otros días y los días que siguen a días señalados. Están los días que no terminan nunca, los que se funden con el siguiente, los que terminan demasiado pronto porque toca irse a la cama temprano, los días oscuros, los primeros días, los últimos días…

Enumerar los tipos de días es peligroso. Enseguida se puede caer en una paradoja borgesiana en la que las categorías se multipliquen hasta el infinito. Empezarían a aparecer esos días que se dedican a nombrar días, días que son catálogos de otros días etc. En realidad, a la hora de describir los días, Goethe, que quizás en algún momento haya sido el más sabio de todos los escritores, dio con la frase perfecta: El día es largo y la vida breve. Una frase que, al principio, se celebra por el ingenio. Luego el tiempo pasa y la frase le está esperando a uno a la vuelta de cualquier esquina para atizarle con un garrote en la cabeza y recordarle que hay una categoría para unirlas a todas: los días contados.

Las palmeras salvajes es el libro que más se cita en “Los días perfectos”. En Español hay una edición de Edhasa con Prólogo de Benet y traducción de Borges. La vida a veces tiene detalles bonitos.

Ahora cuidado. Hay que evitar ser dramáticos (patéticos, creo que preferiría decir Bergareche). Los dramáticos padecen la misma clase de ceguera que los enamorados. Esa que no permite ver la idiotez propia y además hace intolerable la lucidez ajena. El dramatismo, por lo tanto, es un comportamiento a evitar y por eso es importante precisar que hablar de los días contados no es dramatismo, ni fatalismo ni nada que se le parezca. La vida, qué le vamos a hacer, funciona así y si no le gusta ya puede empezar a buscar alternativas. Le anticipo que lo tiene complicado.

En fin, Bergareche ha escrito una novela —si es que se puede llamar novela— sobre Los días perfectos. Un díptico construido mirando, por un lado, a la relación de Luis, el periodista, protagonista y narrador, con su amante —a la que ve una vez al año en un congreso y que acaba de terminar la relación con él— y por el otro a la relación con su mujer. Dos miradas que se construyen a través de sendas y extensas cartas que, a su vez, se entretejen alrededor de unas cartas de Faulkner a su amante, Meta Carpenter, que el protagonista ha localizado durante su viaje a Austin.

Hay que decir que la excusa de las cartas de Faulkner no funciona muy bien, digamos a nivel diegético. La forma en la que el protagonista (que,ya hemos dicho, es periodista de profesión y supuestamente está en Austin para asistir a un congreso de periodismo que a nosotros, como lectores, nos importa casi tan poco como al propio personaje) llega a las cartas no es, digamos, un ejemplo de trama apasionante ni tampoco demasiado creíble. Al parecer el periodista, ya que está de congreso en Austin, se da un paseo por el Harry Ransom Center y, ya que está, decide echarle un ojo a las cartas de Faulkner porque se acuerda de que Faulkner le gustaba mucho a su mujer. No es la parte más sólida del libro, aunque esto da un poco igual, porque el interés de estos Días perfectos no gira realmente alrededor de la historia. La trama no deja de ser una excusa argumental para darle forma a una reflexión sobre el tiempo, sobre la forma en que lo vivimos y sobre cómo el tiempo nos define, nos deforma y transforma nuestras relaciones con los demás.

Las dos cartas de Luis, una a su amante y otra a su mujer son dos largas reflexiones acerca de cómo el tiempo es algo más que un paisaje en el que transcurren sus relaciones. El tiempo no es un mero conductor de sus vidas, sino que parte inherente a ellas. Por un lado, la relación de Luis con su amante es intensa, escasa y apasionada. Los encuentros se producen una vez al año, en ese congreso en Austin, lejos del Madrid, donde vive Luis. En Austin Luis se siente a salvo de miradas curiosas y, sobre todo, se siente liberado de la carga de lo cotidiano. Si allí Luis se siente libre, más que por la ausencia de control social, es por lo que esa falta de control y esa ruptura con lo cotidiano genera: un tiempo autónomo, una burbuja alrededor de la cual puede disponer de unas potencialidades para su existencia que ha perdido en su vida normal.

Luis se siente culpable por su adulterio, pero no demasiado. Hay momentos, de hecho, en los que coquetea con cierta crueldad, especialmente cuando se plantea llevar a casa como regalo para su mujer el disfraz que ha comprado para una salida nocturna con su amante. Luis renuncia de hecho a la idea de hacer ese regalo, no tanto por escrúpulos morales, sino sobre todo para salvaguardar la autonomía de ese tiempo y ese lugar en los que discurre la relación con su amante. Una relación en la que el elemento central es la pasión, pero no tanto por el valor de la pasión en sí, sino porque la pasión es el centro alrededor del cual se estructura una forma de entender las relaciones a las que el periodista se niega a renunciar. Es decir, a Luis le agrada la pasión pero, sobre todo, busca el tipo de relación que se puede construir a través de ella, porque a través de esa relación puede asomarse a un mundo y un tiempo que ha dejado atrás.

Luis se niega a renunciar a esa pasión, pero no sólo por la mera búsqueda del placer. Naturalmente, Luis quiere bailar con su amante, hacer el amor, reír con ella. Luis quiere pasárselo bien, qué caray. Pero, sobre todo, Luis se aferra a la pasión porque esta es la seña de identidad de un tiempo que siente que ya no puede recuperar, de una vida que ha dejado de vivir y a la que no es capaz de renunciar, porque sabe que no volverá y el negarse a renunciar a ella es lo único que todavía le dota de cierta existencia. La pasión es para Luis la última luz reconocible de un pasado en el que el futuro estaba lleno de posibilidades y el pasado no era un lastre, sino un lugar sobre el que avanzar.

En contraste con la relación con Camila -la amante-, la relación con su mujer, Paula, es respetuosa, cotidiana, tierna y aburrida. La clase de relación de la que el periodista se burlaba en su juventud y que ahora se presenta como inevitable, al menos si es que quiere permanecer dentro de los límites en los que la sociedad contempla las relaciones, un territorio que en ningún momento el protagonista se plantea abandonar. Luis ama a Paula, pero es consciente de que el amor que los une se degrada en una multitud de días demasiado imperfectos. Días que no están presididos por el dolor ni la pasión. Sólo por un tiempo que en su manera de fluir acaba pareciéndose únicamente a si mismo. Luis ama a su mujer, pero detesta cómo el tiempo moldea su relación con ella.

En cierto sentido, la conclusión para Luis es inevitable. Hay una forma de amor que no puede resistir en el tiempo. Hay una forma de amar que no puede resistir a todas las mañanas del mundo y hay una forma de vivir que no puede existir sin esa pasión.

A lo mejor Pessoa tenía razón y los días sólo son felices si no se piensan. Pessoa también decía que hay mucha metafísica en no pensar. Pessoa pensaba mucho en no pensar y de eso también hay que tomar nota.

“Había olvidado esa excitación extrema de la víspera, los niños la sienten todo el rato, la víspera de Navidad, de su cumpleaños, del día antes de las vacaciones, del día antes de ir al parque de atracciones, y luego uno ya ha pasado por todo y deja de tener esa excitación tan embriagadora con los mañanas”

Los días perfectos; J. Bergareche

Luis, de hecho, no renuncia al amor que sobrevive en el tiempo. En todo el libro hay un deseo claro de aferrarse a él. El amor en su relación con su mujer existe, pero está demasiado desgastado para la pasión, y Luis siente que esa es una pérdida irrecuperable. Por eso acaba por despedirse de su amante con una resignación casi feliz. La ruptura es lo único que evitará la muerte de la pasión y la pasión es lo único que justifica esa relación. No sólo por el placer del sexo, el baile y la música bajo las noches de Austin, llenas de murciélagos, sino porque esa pasión, ese follar, ese reír y ese bailar es el único espacio en el que es posible volver a vivir una clase de felicidad que ninguno de los dos puede encontrar ya en sus largos y deteriorados matrimonios.

Hay un momento en el que Bergareche nos recuerda que los griegos tenían dos dioses distintos para el tiempo. Por un lado tenían a Kairos, que era el Dios para el tiempo cualitativo, para el momento oportuno, para la ocasión indicada. Luego estaba Cronos, que, como es sabido, era el dios del tiempo en general, del tiempo que discurre. Cronos era un dios castrado. Es curioso recordar que los griegos estuviesen al corriente de esto hace 2000 años. Mucho tiempo.


Los días perfectos

Los días perfectos

Jacobo Bergareche

Libros del Asteroide

2021

ISBN: 978-84-17977-62-7

187 pp

Enlace a Los días perfectos en la web de la editorial

Licenciado en Humanidades. El que lleva todo esto a nivel de edición, etc. Le puedes echar las culpas de lo que quieras en miguel@enestadocritico.com. Es público y notorio que admite sobornos.
Miguel Carreira López
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