Sobrellevar esta vida: «El largo adiós» de Raymond Chandler
El largo adiós (1953) casi nunca se cita entre las grandes novelas de la literatura norteamericana. Pesa demasiado, supongo, la etiqueta del noir. Ah, el «género negro», una de las aportaciones cruciales de los estadounidenses a la cultura contemporánea para la que no tienen una palabra en su idioma. Es curioso ese puente aéreo entre Francia y Estados Unidos en función del cual «Europa» para un gringo significa prioritariamente «París», y «América», para determinado francés, quiere decir
fundamentalmente «jazz», «blues», «Los Ángeles» y «noir». Pasó algo parecido con las películas de John Ford, Howard Hawks y demás: tuvieron que venir los críticos de Cahiers du Cinéma para reivindicarlas como cine de autor, para que los propios americanos pensasen que había algo de su entretenimiento que merecía ser considerado «cultura» -iba a escribir «arte», pero eso me llevaría a debates que ahora mismo me quedan un poco lejos.
El largo adiós es considerado por muchos la novela definitiva de Raymond Chandler y, como decía, eso significa el libro esencial del escritor que, tras Dashiell Hammet, consolidó la moderna literatura policíaca / criminal / detectivesca a la que se calificó como hard-boiled para reflejar tanto el carácter desapegado de sus protagonistas como el alcance social de la corrupción que se describía. Quizá por eso, por lo específico de un género que para muchos ni siquiera es literatura de verdad -pues es relativamente popular, posee determinadas fórmulas y protocolos bastante establecidos y suele gustar a un tipo de lector demasiado masculinizado para estos tiempos que corren-, no suele trascender ese circuito. Una lectura atenta y desprejuiciada puede hacer que muchos y muchas descubran una novela excelente.
El protagonista/narrador es Philip Marlowe, el habitual detective privado de las historias escritas por Raymond Chandler; un tipo que vive en Los Ángeles, solitario y aparentemente desencantado, pero con un código moral del que jamás se aparta y del que tampoco pretende convencer a nadie. Una especie de caballero andante que no obedece a ningún señor y que se mueve en un registro menor, en un tono más cercano al swing de Duke Ellington que a la épica romantizada de Wagner (o del power metal). En El largo adiós acaba habiendo un par de crímenes que resolver y que finalmente resultan esclarecidos, pero eso quizá sea lo de menos. El interés y el valor de lo que escribe Raymond Chandler nunca reside en la trama, en la resolución estricta del enigma o enigmas, sino en la visión del mundo y de las relaciones personales que nos va ofreciendo por el camino. Marlowe se ve envuelto en la investigación fruto de un encuentro casual con un tipo elegante y autodestructivo al que decide ayudar (tal vez por considerarlo una versión alternativa, plausible o hipotética de sí mismo). Pasan las páginas y la bellísima hija de un magnate resulta asesinada; la solución oficial, la más fácil y conveniente atestiguada además por la policía, no convence a Marlowe que se empeña en descubrir la verdad también como tributo a esa extraña, repentina y azarosa amistad.
Los crímenes del libro tienen que ver con «la clase ociosa» del espléndido ensayo de Thorstein Veblen, los ricos que viven en las mansiones situadas en las colinas que gobiernan la ciudad: piscinas, viajes, fiestas y criados, alcohol, tedio, opioides, infidelidades, derroche. (Se me ocurre ahora hasta qué punto los personajes que circulan por El largo adiós no son sino los padres envejecidos de los jóvenes abúlicos de Menos que cero de Bret Easton Ellis.) Lo del alcohol no es privativo de los ricos, pues en las historias de Raymond Chandler bebe todo el mundo, pero Philip Marlowe se impone a sí mismo un autocontrol y una disciplina -subrayada por el café con el que combate las resacas y la melancolía- que le convierten en el testigo lúcido del incierto mundo que surgió tras el final de la Segunda Guerra Mundial.
Y es que la trama que corre en paralelo al ejercicio de averiguación de qué demonios pasó con aquella chica a la que mataron y desfiguraron el rostro, la que contribuye a que El largo adiós no sea únicamente entretenimiento sino literatura -mirada que enseña algo sobre el mundo y sobre la condición humana- tiene que ver con el dilema no resuelto de qué hacer con los viejos valores de la amistad, la lealtad, el sentido del deber y, por qué no decirlo, también el amor en un mundo donde la responsabilidad se difumina y el dinero parece dominarlo todo.
No estoy dispuesto a decir que en El largo adiós puede encontrarse una metafísica sistematizada y una deontología nítida, pero sí hay líneas de diálogo excepcionales, reflexiones de barra de bar tan vívidas como emocionantes -no siempre a cargo de Marlowe, por cierto-, descripciones, digresiones y especulaciones expresadas a modo de voz en off que proporcionan densidad a la historia y estimulan el pensamiento.
«-El crimen no es la enfermedad, es un síntoma. […] Somos un pueblo grande, brutal, rico y desenfrenado, y el crimen es el precio que pagamos por serlo, y el crimen organizado es el precio que pagamos por la organización. Nos acompañará durante mucho tiempo. El crimen organizado no es más que el reverso sucio de la fuerza del dólar.
El largo adiós
-¿Y cuál es la cara limpia?
-Nunca la he visto. Quizá Harlan Potter podría decírtelo. Vamos a tomar una copa»
Lo que se plantea en el libro es un ejercicio de resistencia a esa fuerza implacable que tiene que ver con el dinero y con el poder. No se trata de una resistencia en clave política sino existencial, vital, moral. Es el intento de mantener a salvo algo de pureza, de tratar de sostener un tipo de mentalidad distinta en un gesto casi privado del que se hace partícipe al lector como testigo diferido. Philip Marlowe es un hombre que vive casi al margen de la sociedad, una sociedad con la que mantiene un contacto estrictamente profesional, un tipo de relación que le permite poder describirla con una lucidez tremenda -pues se encuentra con pie y medio fuera- al tiempo que no se deja contaminar -al no implicarse se mantiene a salvo de la corrupción-, lo cual confiere a su testimonio una credibilidad casi terapéutica.
En otro tiempo este protagonista sería un «héroe» y trataría de sanar esa sociedad a la que pertenece, pero Philip Marlowe es ya un protagonista contemporáneo y no intenta salvar a nadie, opta por una rectitud estético-moral que compromete su propia supervivencia y desde luego desafía la cosmovisión del entorno en el que se mueve según la cual todo tiene un precio. En este libro Raymond Chandler nos propone que hay -o que debería haber- cosas exentas de esa terrible máxima: la amistad, el amor y también la literatura, asuntos que forman un circuito casi clandestino o al menos no equivalente a la estratificación social producto del dinero. En efecto, El largo adiós está repleto de menciones literarias (a T. S. Eliot, a Gustave Flaubert, también a la inevitable Rama dorada de Frazer), hay editores y escritores implicados y la importancia de los papeles que se escriben y se leen termina siendo capital.
En el libro hay muchos aspectos que han terminado por resultar paradigmáticos dentro del género. El propio Marlowe por ejemplo ofrece algunas descripciones de la mujer muy inclementes, pero creo que, a diferencia de lo que sucede con otros escritores excelentes cuyo sesgo termina siendo un lastre que arruina toda su propuesta, aquí nos encontramos con otra cosa, pues los personajes de Raymond Chandler son cualquier cosa menos psicológicamente simples y logra un equilibrio muy interesante entre capacidad de introspección y fluidez de la acción y del diálogo; en este sentido hace justicia a lo que ansiaba Baudelaire en el muy citado prefacio a El spleen de París: una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima que se adapte a las ondulaciones de nuestra alma, a los sobresaltos de nuestra conciencia. El largo adiós es también una insana declaración de amor a la gran ciudad, a aquello en lo que consiste vivir en la gran ciudad.
Se abusa un tanto de lo trágico y de la tragedia al hablar de la situación contemporánea, también en lo tocante a la cultura. A veces da la sensación de que todo es trágico o una versión moderna de la tragedia, hay bastante literatura al respecto y quizá esa inflación del término haya que imputársela a una mala influencia de Nietzsche o a las lecturas y los usos universitarios, o a ambas cosas, que, en cualquier caso, siempre conviene tomar con medida. Por mi parte pensaba resistirme, pero es que El largo adiós se presta a ello, porque, como hemos visto, la tarea de Marlowe tiene algo de trágico y porque en esta novela, repleta de citas memorables, hay una que habla específicamente de la tragedia. Encontré esa cita hace años, alterada, en un texto autobiográfico de Alberto García-Alix; desde entonces me persigue y la citaré modificada a mi manera para ver si deja de acompañarme: «la tragedia de la vida, Howard, no es que las cosas bellas mueran
pronto, sino que se envilezcan».
El largo adiós
Raymond Chandler
Traducción de Justo E. Vasco
ISBN: 84-9762025-9
Diagonal, Barcelona, 2002
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