Kung fu infinito

Reconozco que hubo un tiempo en el que practiqué el kárate. Tendría yo catorce años, plena pubertad acalorada, cuando me dio por arrastrar mi joven esqueleto por el tatami de algún gimnasio olvidado. Dos años duró mi énfasis luchador y creo que llegué a cinturón verde, o algún otro color medianamente agresivo. ¿Qué hacía un chaval donostiarra dando patadas al aire cuando debería estar jugando al frontón, mucho más varonil, como cualquiera sabe? La respuesta está en el poderoso e inevitable influjo de aquella malsana película llamada Kárate Kid. Sí, todos recordamos aquel mantra del señor Miyagi: «Dar cera, pulir cera», dichosa frasecita que se coló en nuestros inocentes cerebros para infectarlos del virus de las artes marciales. ¿Quién no lo ha repetido alguna puñetera vez? ¿Quién no ha imaginado ser Ralph Maccio practicando en los recreos del cole aquella estrafalaria patada voladora? ¿Quién se libró de aquello? Yo no. 

Claro que antes estuvo el maestro Po y el inolvidable y maravilloso pequeño saltamontes y mucho antes fue Bruce Lee quien abrió la puerta, la gran puerta (la del cine y la televisión) de Occidente al mundo del Kung Fu, del Kárate, del Judo y de todas las artimañas de combate asiático. A esta lista deberíamos añadir a Chuck Norris, Steven Seagal, Jean Claude van Damme, Jackie Chan y no sé cuántos más, infinidad de ellos, desde estos nombres productos holywoodenses, hasta insuperables filmes de serie Z made in Hong Kong. De todos ellos, de los más clásicos a los más underground ha bebido Kagan McLeod para construir su particular visión del mundo de las artes marciales, una visión plasmada en un monumental cómic de 400 páginas titulado Kung Fu infinito. El título es una clara referencia a la teoría budista de la reencarnación constante para la mejora espiritual permanente, algo así como una teoría de la relatividad espiritual en el que el alma ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. No sólo encontramos recetas pseudo-tibetanas a lo Richard Gere en el libro, también están los hermanos Wachowski, los monjes Shaolín, el ying y el yang, la filosofía del Muay Thai, el arte de la guerra de Sun Tzu y todo lo que Kagan McLeod ha ido tragando y tragando de la televisión, Blockbuster y Youtube mientras pasaba las tardes de colegio practicando patadas voladoras. 

La historia comienza hablándonos de ocho inmortales que se dedican a mantener los distintos mundos, o planos de un mismo mundo, en paz y orden. Sin embargo, estos semidioses del tatami no dan abasto, este mundo y todos los demás están a punto del caos definitivo, así que deciden adiestrar cada uno a un pupilo, al que enseñarán el noble arte del Kung Fu, para que estos becarios puedan por sí mismos mantener el mundo de los vivos en paz y armonía. El problema, la culpa, como siempre, bien lo sabe quien haya sido becario alguna vez, está en la incompetencia de estos alumnos que una vez introducidos en el mundo del Kung Fu pierden el norte y se vuelven malignos, venenosos, terroríficos. Por si esto fuera poco hay que sumarle a la historia, la vuelta de tuerca genial, un problema de superpoblación en el infierno, hay demasiadas almas y pocos cuerpos disponibles.

¿Cómo soluciona un seguidor del Gordo Feliz (pronúnciese Buda) la escasez de cuerpos? Sencillo: ocupando cadáveres. ¿Qué tenemos entonces? Igualmente sencillo: zombis. Claro que no son unos zombis cualesquiera, no, estos son zombis karatecas, zombis que practican la garra del tigre, la grulla saltarina o el mono aullador y con una agilidad que escandalizaría a los seguidores de The Walking Dead. Así que partiendo de estos dos ingredientes primarios, como si de un Ferrán Adriá se tratara, Kagan McLeod cocina una historieta sorprendente sazonada, por si quedaba sosa, con un poco de Ang Lee, las coreografías de Prachya Pinkaew, Lenny Kravitz, Kill Bill, George Romero, Shaun of the Dead y cualquiera sabe qué otros subproductos que hayan podido perforar sus neuronas. Una mezcla perfecta de lo más decadente, o la metáfora más pura si se quiere, del mundo occidental, los zombis, y de los tópicos orientales más manidos: la reencarnación y el Kung Fu. 

Kung Fu infinito me parece una obra extraordinaria, por original, por divertida, por gamberra, por inesperada, porque aún recuerdo con ternura al señor Miyagi, porque Kagan McLeod es un dibujante de los grandes, porque nos hace ver con precisión fotográfica cada movimiento, cada golpe, pero especialmente porque ha hecho lo que le ha dado la gana y eso siempre revitaliza a los pequeños saltamontes como yo. 


Kung fu infinito

Kagan McLeod

Norma editorial

Tapa blanda

464 pp

David Urgull
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