Home run, cantar la canción, volver a casa.
Normalmente se abusa de la palabra storyteller que, todo hay que decirlo, suena mucho mejor que sus posibles alternativas en castellano (¿«contador de historias»?, ¿«cuentista»?, ¿«fabulador»?). Digo que se abusa porque creo que se emplea más veces de las precisas a la hora de hablar de alguien que escribe: no hay tantos storytellers por ahí. De hecho, Walter Benjamin tiene un ensayo al respecto -en algún momento de mi vida me juré no citar a Benjamin, pero tampoco en esto hay que ser fundamentalistas-, uno que habla del final de los que cuentan historias, del final de la posibilidad misma de organizar nuestra experiencia alrededor de historias susceptibles de ser contadas. El ensayo de Benjamin –El narrador– es muy bueno, pero tampoco creo que haya tantos finales.
A pesar de estas advertencias iniciales no se me ocurre mejor palabra que storyteller para definir a Jorge F. Hernández, hombre a caballo entre dos culturas, la gringa y la mexicana, -o mejor dicho tres, pues está enamorado de Madrid y dice que no piensa irse- que tiene una envidiable habilidad para embelesar a auditorios de lo más variado con sus anécdotas, sus vivencias, su prodigiosa capacidad para estar en el momento oportuno, captar la magia y transmitirla con precisión y gracia. A su lado siempre pasan cosas, y suelen ser muy buenas.
Su territorio es sin duda el de la palabra hablada, la sobremesa cómplice, el paseo, el café interminable, pero quien todavía no haya tenido el placer de disfrutar de su volcánica compañía sí puede asomarse a su faceta de articulista tan prolífico como elegante o a su trayectoria de cronista y novelista, con la que desembarcó en España con La emperatriz de Lavapiés (Alfaguara, 1999) y que, de momento, ha culminado con la espléndida Un bosque flotante, en el mismo sello.
El libro que nos ocupa es plenamente representativo de Jorge F. Hernández, es una obra aparentemente autobiográfica en la que se rinde homenaje a la literatura, al lenguaje -a sus dos lenguas, el inglés de la Costa Este, el español del D. F. y de Madrid-, a la música, a la amistad, a los sesenta, a la posibilidad que dan los libros de viajar en el tiempo, de cambiar la historia, de intervenir en la memoria, de obrar milagros.
Un bosque flotante es una novela de aprendizaje, una apología de un mundo desaparecido, el de la infancia del autor en un bosque cercano a Washington D. C., empeñado en recuperar la memoria de su madre, ocupado en vivir y reír y hacer amigos de esos que se dicen para siempre cuando las pantallas aún no habían consolidado su imperio y se podía ir a todas partes en bicicleta y la vida quizá poseía otra densidad y Jimi Hendrix llevaba una canción de Dylan a otro planeta. Un bosque flotante habla de la amistad, del amor, de una década vertiginosa que cambió el mundo para siempre y también de un misterio -o de un acontecimiento- tan sórdido como bien narrado y resuelto. El lenguaje de Jorge F. Hernández tiene ritmo y también tiene dulzura y mucha poesía. La novela se lee como una buena película -por momentos lo parece-: en poco tiempo y casi sin parpadear, eso significa también que está llena de imágenes poderosas, como ese fantástico plano inicial o la decisión de por qué hablar tanto de la nieve:
«Yo quise escribir sobre la nieve porque me parece que son las hojas donde se escribe esta novela, porque todo se ve venir y se aleja a la vista de todos en la nieve y porque las ramas ya sin hojas de los árboles parecen dedos que señalan quién sabe a qué en la distancia, algo que no hacen cuando verdea su follaje»
Decíamos que el libro celebra otra época y otro lugar, pero no es en absoluto un libro nostálgico, pues encierra una reflexión tan lúcida como lírica y actual acerca de en qué consiste la vida, la memoria y la amistad. Y es también una celebración del lenguaje y de las posibilidades que encierra para hacer magia, como ese capítulo lleno de guiños musicales en el que la máquina de escribir del autor se acerca muchísimo a la guitarra de su cuate Carlos Santana («Listen. Escuchar»).
«Escucha. Papá los había visto en Hamburgo, cuando eran cinco, de plata y cuero negro. Uno fingía tocar el bajo y murió de una trombosis cerebral. Luego, fueron cuatro, como decir nosotros, y ella te ama y quiero tomar tu mano y ocho días de la semana y yo soy una morsa y todo es un tour mágico y misterioso a un bosque noruego donde voló un pájaro y un ave negra canta a la mitad de la noche con las alas rotas y los ojos hundidos y una anciana guarda las caras y los rostros en frascos donde reposan sobre la ventana desde donde mira las lápidas de tanta gente solitaria»
En Un bosque flotante aparece tangencialmente el béisbol, algo imprescindible en la vida de cualquier niño estadounidense en aquellos años y yo me permito decir que este libro es el mejor golpe de Jorge F. Hernández, uno que debería llevarle a jugar en Las Grandes Ligas, un lugar, por lo demás, en el que ya está desde hace tiempo para quienes le leemos y le queremos. Enhorabuena, George.
Un bosque Flotante
Jorge F. Hernández
193 páginas
Alfaguara
Madrid, 2021
ISBN 978-84-204-6087-1
Enlace a Un bosque flotante en la página de la editorial
- Samuel Becket. El último modernista - 11/10/2024
- El discreto encanto de la subversión - 10/28/2024
- Choice of weapon - 10/25/2024