por David Sánchez Usanos

Hoy toca hablar de DeLillo, un tipo fascinante, muy inteligente y, además, escritor. Don DeLillo es un autor fundamental para entender qué le ha sucedido a la narrativa contemporánea ―que supongo que es otra forma de preguntarse qué le ha sucedido al mundo― en los últimos cincuenta años. Propongamos tentativamente el binomio postmodernidad-globalización y hablemos del tiempo, del lenguaje y de la muerte. ¿Demasiado ambicioso? Seguramente sí, volvamos a DeLillo entonces. Tras su debut con Americana (1971) escribió una serie de libros que le convirtieron en una celebridad mundial, entre ellos cabe destacar Ruido de fondo (1985), Libra (1988) o Submundo (1997). Seix Barral lleva una década editando (y reeditando) las novelas de DeLillo, cosa que es muy de agradecer. Conviene advertir, no obstante, que la obra que nos ocupa, Fin de campo¸ aunque publicada este mes de octubre en traducción de Javier Calvo, es, en realidad, su segunda novela, es decir un libro aparecido en su lengua original en 1972.

De las reseñas mencionadas en las solapas de esta edición creo que la que da en el clavo es la que corresponde a The Cincinatti Enquirer The Cincinatti Enquirer, vaya nombre, ¿qué significa que estemos hablando hoy aquí de una publicación periódica del estado de Ohio? Qué extraño es a veces todo, demonios―, allí se menciona una obra que es un rito de paso, un emblema, quizá un amuleto: El guardián entre el centeno. Y creo que es verdad. A la hora de tratar de responder a la pregunta acerca de qué diablos va Fin de campo¸ a qué se parece este libro, creo que la referencia a la obra de Salinger es muy pertinente. DeLillo nos abre la ventana a la mente de un adolescente (está en la universidad, pero eso hoy equivale a la adolescencia, ¿no?) aquejado de un mal muy contemporáneo: como aquel Holden Caulfield de la novela de Salinger, todo lo analiza, todo lo pasa por el tamiz del discurso ―iba a escribir «razón» pero no, no es eso― y ese «todo» en realidad es muy poco épico. Decía Schopenhauer que el género humano se debate siempre entre dos extremos: la necesidad y el tedio. Las situaciones de necesidad (la guerra, el hambre, la desesperación, la pasión desbocada) proporcionan un material del que se han nutrido desde antiguo el mito y la literatura. Pero, ¿qué hacer con el tedio?

La «acción» de Fin de campo se sitúa en una universidad perdida en el interior de los Estados Unidos, su protagonista pertenece al equipo de fútbol americano de esa institución y durante casi trescientas páginas asistimos a la temporada regular de tan impetuoso deporte. Entonces, ¿Fin de campo es una novela sobre el fútbol americano? Afortunadamente, no. Digo afortunadamente porque los pasajes menos logrados de este libro son precisamente aquellos que se parecen a la narración estricta del desarrollo de un partido. Esa pérdida tiene que ver, además de con la traducción de ciertos tecnicismos, con la naturaleza de lo que se narra: un deporte como el fútbol americano es genuinamente visual ―ángulos, pases, coordinación y despliegue, tiempo, espacio, precisión, velocidad― y no funciona para ser tratado en letra impresa, creo que no al menos con pretensiones literarias. Pero DeLillo es consciente de eso ―DeLillo es consciente de todo― y nos lo advierte al comienzo de la segunda parte de Fin de campo. Creo que narrativamente funciona todo lo periférico (el estado mental, el olor del césped, las descripciones de las luces) pero no la transcripción de los lances del juego, o sea, el juego mismo.

Pero este libro, decíamos, no es un libro sobre el fútbol americano, sino sobre la mente de un adolescente (para el caso la mente de uno de nosotros) lidiando con el tedio, con el paisaje inerte, con la falta de fe (en el amor, en el mundo, en la gente, en la vida), con la ausencia de necesidad y de experiencias intensas. Discursos de entrenadores y profesores, conversaciones con colegas, con chicas, extrañas postales… En este camino nos encontramos pasajes que aluden a algo que, con el tiempo, ha resultado característico de la producción de DeLillo: la conspiración, la posibilidad de una trama que, en cualquier momento, puede arrasarlo todo, la conexión entre la tecnología, la destrucción y el lenguaje. Hay momentos absolutamente brillantes en los que, en medio de situaciones de lo más prosaicas, irrumpen párrafos excelsos, no sé si místicos, no sé si filosóficos, no sé si irónicos, pero geniales en cualquier caso.

«Me interesan el hombre violento y el asceta. Estoy a punto de llegar a la conclusión de que la capacidad que tienen los individuos para la violencia guarda una relación estrecha con sus tendencias ascéticas. Estamos a punto de redescubrir que la austeridad es nuestro modo verdadero. Puede que nuestras meditaciones futuras nos lleven a buscar la muerte del diablo. Puede que con nuestro silencio y nuestro terror dirijamos nuestra tecnología a lo metafísico, hacia la creación de un arma inimaginable y capaz de atravesar barreras espirituales, de mutilar o matar esa presencia oscura que envuelve el mundo»

En un momento dado, Gary, el protagonista, se encuentra en la habitación de un motel con uno de sus profesores y ambos se embarcan en un juego que simula una situación crítica que puede desembocar en una guerra nuclear (la escena, por cierto, no es incompatible con un contexto de seducción sexual, algo planteado de un modo sutilísimo por parte de DeLillo), pues bien, allí se enuncia una hipótesis de cómo podría ser el comienzo de un conflicto así que resulta inquietantemente verosímil.

Y hay también diálogos en apariencia intrascendentes en los que se tematizan las convenciones que guían la mayoría de nuestros automatismos cotidianos ―algo típico de ciertos adolescentes, por lo demás―, parlamentos en los que se presta una atención desmesurada a detalles nimios y fotografías ciertamente eficaces de los aspectos atávico-tribales del deporte y del espectáculo:

«El público seguía en pie, estirando el cuello, gritando a pleno pulmón, dirigiéndose a su propio ruido. Esto era, por tanto, la leyenda, la belleza el misterio de la velocidad negra. Unos veinte mil espectadores, entusiasmados de verlo por fin, de participar en la ceremonia de la velocidad, en el rezo estadístico, en aquel esfuerzo humano que dejaba un rastro de huellas parpadeantes»

Fin de campo se lee rápido y deja con ganas de más, de más DeLillo, de más mezcla de lo sublime con lo banal, de más especulaciones metafísicas compensadas con humor (o con ironía o sarcasmo), de más consideraciones acerca del lenguaje y de nuestra obsesión por el control, de más situaciones que reflejen la extraña relación que tenemos con la muerte. Es una obra que, también por su relativa brevedad, puede funcionar como introducción a un autor mayor, un autor que, como decíamos al principio, resulta crucial para analizar nuestro presente y, de paso, para recordarnos que la literatura, cuando es tal, cuando funciona, es una de las formas reconocidas de la magia.

Se divierte en clase. Literatura, filosofía, r’n’r. Trata de tomárselo con deportividad.

Un niño, un libro, una moto.

https://youtu.be/nhbSYP8cyD8
David Sánchez Usanos
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