Distintas formas de mirar el agua
por Paz Olivares
No es verdad lo que decía el poeta sevillano, lo de «qué solos se quedan los muertos.» Es mentira. Cuando muere un padre los que nos quedamos solos somos los vivos. Solos frente a la pérdida de la memoria.
Y claro que los recuerdos de la infancia eran ya irrecuperables antes. Claro que la imagen del padre joven hacía tiempo que ya formaba parte del pasado, pero había una presencia que certificaba esa memoria. Es como cuando uno mira a la pareja con la que lleva conviviendo treinta años: Nada queda del que te enamoraste hace tanto, pero continúas a su lado con la esperanza de reencontrarle en algún gesto. Es la prueba viva de que lo que sentiste una vez fue real. La presencia del padre funda la primera memoria, los primeros pasos de una existencia que no se cuestiona. De ahí que la muerte del padre mueva el suelo bajo nuestros pies. Por eso uno se empeña en buscar el rastro de esa memoria primera, para evitar el vértigo del vacío. Y entonces al huérfano le da por recorrerse de norte a sur su geografía particular buscando maderos a los que aferrarse. Vuelve al pueblo; busca el antiguo colegio o el parque donde se desollaba las rodillas; regresa al apartamento de la playa a pasear por la orilla que fue escenario de batallas y ahogadillas marítimas; o le da por recorrer en bici la misma ruta que hacían juntos, padre e hijo, los domingos cuando apenas circulaban coches por Madrid… Pero ningún paisaje se recupera. Los pupitres son mucho más pequeños de lo que recordaba, los columpios del parque ya no existen (se han sustituido por unos artefactos de plástico brillante); la ruta en bici por Madrid es un suicidio seguro y la playa está llena de colillas y botellas de agua mineral que, esas sí, le sobrevivirán. El tiempo y Pessoa se encargan de recordarle que “lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.” Paisaje, tiempo y memoria coinciden: los tres son mentira. Cuando el padre muere no queda más remedio que darle la razón a Heidegger: “Existir es alcanzar la certeza de estar sosteniéndose dentro de la nada.”
Alberto Durero – Retrato de su padre. Galería de los Ufizi
De esa certeza, de la muerte del paisaje y la memoria, nos habla Julio Llamazares en Distintas formas de mirar el agua. Lo viene haciendo desde sus primeros escritos. Desde el título de su primer poemario, La lentidud de los bueyes, de 1979, hasta esta última novela del 2015. Treinta y seis años escribiendo sobre el paso del Tiempo. Se ha enfrentado al tema desde todos los registros: libros de viaje, poemas, novelas, artículos periodísticos, crónicas, ensayos, guiones… todos escritos desde el dolor del regreso, desde el tono subjetivo y nostálgico del romántico, ése que miraba el paisaje como Novalis y descubría en él el “misterioso camino hacia el interior.”
La muerte del padre es lo que obliga esta vez a los personajes de Distintas formas de mirar el agua a regresar, a enfrentarse a sus recuerdos, a alcanzar la certeza de las pérdidas. Un único tema común visto desde distintos ángulos. Así, Llamazares nos sitúa frente a un idílico paisaje: un lago reverbera a la luz del verano entre los valles leoneses. Un grupo desciende hasta su orilla. Parecen turistas. No lo son. Son los familiares, esposa, hijos y nietos de Domingo, cuya última voluntad ha sido volver a su aldea. La aldea, Ferreras, había desaparecido bajo el agua del pantano cincuenta años antes como consecuencia de la política agraria del régimen franquista (al igual que la vecina Vegamián, aldea natal de Llamazares, cuya desaparición bajo las aguas también marcó la trayectoria vital del escritor). A pesar de haberle robado su casa, no le pudieron quitar su memoria. A ella quiere regresar. En ella se sumergirán sus cenizas. Y a ella se enfrentará su gente, la que sufrió las consecuencias del exilio de una Ítaca ahora fantasmal. No se puede regresar a un lugar que no existe como no se puede recuperar el pasado. Pero Llamazares nos presenta el intento de cada uno de los personajes desde monólogos que quieren describir esas distintas formas de enfrentarse al dolor del regreso, a la memoria, al paisaje, al tiempo y a la muerte.
El problema es que con semejante título y viniendo del escritor de la talla del que viene el lector espera encontrar efectivamente distintas formas de profundizar en el tema del tiempo y la memoria.
“Pero, al igual que las palabras, cuando nacen, crean silencio y confusión en torno suyo, los recuerdos también dejan bancos de niebla a su alrededor. Bancos de niebla, espesos y cambiantes, que la melancolía de los años va extendiendo sobre aquéllos y que convierten poco a poco la memoria en un paisaje extraño y fantasmal.”
Cuando se leen párrafos como este de La lluvia amarilla cuesta mucho no esperar esa niebla en Distintas formas de mirar el agua. Lo cierto es que el monólogo de Andrés en La lluvia amarilla consiguió crear el clima exacto de desorientación en el espacio y el tiempo a través de un lenguaje poético y enigmático que unía lo corpóreo de la tierra del léxico rural (recordaba a veces al de Pedro Páramo), a el simbolismo irreal del paisaje (ese “estar fuera del tiempo” de La Montaña mágica) o incluso a la angustia existencial de Calderón o Unamuno (había mucho del espíritu trágico de La vida es sueño o de Niebla), de Borges o Shopenhauer. La riqueza y profundidad del tratamiento, la sucesión constante y medida del ritmo, la estructura circular… todo encajaba en La lluvia amarilla en fondo y forma. Desde la primera frase a la última que cierra la novela, ambigua y enigmática, y que el escritor escuchó a una vieja de Ancares, como si hubiera sido la misma Sibila quien la hubiera pronunciado: “La noche queda para el que es”.
No hay niebla ni enigmas en Distintas formas de mirar el agua, algo que sorprende en Llamazares. Pero lo que decepciona es que no se encuentran esas “distintas formas de mirar” que se anuncian en el título. No basta con cambiar nombres o contenidos para crear personajes creíbles en cinco páginas. No es suficiente con que Virginia, la viuda, utilice términos como “majada” o “vecera” frente a las alusiones a Lo bello y lo siniestro de la universitaria estudiante de Estética y novia de uno de los nietos del muerto. Para proyectar distintas miradas hay que modificar el lenguaje desde su misma estructura. Las frases serán más o menos cortas, más o menos subordinadas; las asociaciones y digresiones, las estructuras mentales… todo debe ser diferente en la forma del discurso. Y por más que me pese decirlo, no lo es. Es cierto que se trata de una novela coral y que quizá el autor ha querido unificar ese lamento, ese llanto babilónico del Libro de los Salmos que se cita al inicio, pero entonces, ¿por qué lo de las “distintas formas”?
Isla págoda en la desembocadura del río Min – John Thompson
Como, desde que descubrí a Julio Llamazares, allá por los 80 le considero uno de los mejores escritores de este país, confieso que estuve buscando aquello que creía se me estaba escapando y que, pensaba yo, tenía que estar oculto en algún lugar: Leía “Sión” y rastreaba la solución en los nombres bíblicos de alguno de los personajes; leía “Ulises” e imaginaba pistas de un misterio que fuera más allá del regreso a los orígenes; leía “Lot” y esperaba que tras la estatua de sal hubiera algo más que el símil obvio. Pero salvo por el monólogo del inicio, el de la viuda, y el último, el del hijo menor (exculpa él solo a la novela), no he encontrado el deslumbramiento que llevo esperando desde La lluvia amarilla.
Es probable que el error sea mío y de mis expectativas. Dice Laura, la nieta más joven, en uno de los últimos monólogos: “Y ahora todos contemplamos en silencio el contenido de esa caja de latón cuya fragilidad nos trae a la memoria, a cada uno de una manera y en cada caso en una ocasión, el recuerdo del abuelo que más grabado nos quedó en ella.” Esto es lo que hay. Nada más y nada menos. Una novela correcta y de lectura ágil sobre la muerte del padre. Pero, ¿y la memoria? ¿Y el tiempo? ¿Y el destino? ¿Y la existencia misma?
Hay distintas formas de mirar el agua, es verdad. La mía, esta vez, no coincide con la de la superficie del lago.
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