El sueño del otro

En la contratapa de El sueño del otro, Plaza y Janés nos presenta el argumento de la última novela de Juan Jacinto Muñoz Rengel con estas palabras: «Xavier Arteaga es un profesor de instituto que cada noche sueña que es André Bodoc, un director de informativos. André Bodoc es un director de informativos que cada noche sueña que es Xavier Arteaga, un profesor de instituto. Pero ¿quién sueña a quién? ¿Quién es real y quién está siendo soñado?» Y sólo con leer estas palabras ya se nos desata a algunos la mala (o buena) costumbre de continuar con las preguntas, porque ¿no serán ambos reales? o ¿no podrían ser ambos el sueño de un tercero? ¿No serán el sueño, muy unamuniano esto, de Muñoz Rengel? ¿Qué es la identidad? ¿Qué es el sujeto? ¿Qué la realidad? ¿Qué la vida y la muerte?… Y es que el mayor acierto de esta historia de ciencia-ficción prospectiva reside en acabar con todas las certezas para obligarnos a buscar la nuestra.

Ya en el primer capítulo Muñoz Rengel se posiciona al respecto: «En demasiadas ocasiones lo que nos protege es lo que nos hace cautivos». El apego a nuestras certezas, a lo que conocemos y nos da seguridad es lo que nos impide ser críticos con la realidad. «Pero la realidad, la auténtica realidad, siempre es invisible» para André o «las cosas no son lo que parecen» en boca de Xavier.

El autor parte de esa sospecha acerca de la realidad que viven los protagonistas de la novela para inocular esa misma duda en el lector siguiendo las teorías del maestro Foucault. No es casual que Muñoz Rengel incluya una alusión al filósofo en el último tramo de la novela: «La joven había anotado una frase de Michael Foucault, a mano, una frase que decía que la ficción no consistía en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto era invisible la invisibilidad de lo visible» La frase está extraída de un fragmento de El pensamiento del afuera, ensayo fundamental de Foucault donde se defiende la sospecha acerca de todo lo que nos rodea y esto implica, cómo no, nuestra propia identidad. Desde El sueño del otro, Muñoz Rengel cumple a la perfección con la tarea. Utilizando la distancia que aporta la distopía clásica nos viene a decir que quizá nuestro mundo sea pura ficción, que la identidad no exista, que se trate de una interpretación.

El tema no es nuevo, es verdad, lo que llama la atención es el tratamiento para exponerlo. No es que se nos esté contando que el Yo no existe, sino que se nos presentan dos Yo con la misma apariencia de realidad y se nos invita a decidir cuál de ellos es el sueño del otro. Son dos identidades que al soñarse mutuamente comparten realidad en la vigilia. En esa realidad empiezan a confundirse los recuerdos de uno y otro y las decisiones del uno repercuten en la vida del otro. Los límites de sueño y vigilia, de identidades, de tiempos y espacios se desvanecen igual que el mundo que parece desmoronarse alrededor: la violencia social es extrema, la manipulación política, económica e informativa es obscena, los ciudadanos parecen dormidos y los que no lo parecen terminan por suicidarse como si hubieran sido contagiados por un extraño virus. La realidad se tambalea, el orden se cae, se desmonta, se desestructura, se vacía:

«Sobre la azotea de uno de los edificios de enfrente, unos operarios estaban renovando el anuncio de una valla publicitaria. El cartel representaba una puesta de sol entre dos rascacielos. Si se concentraba y conseguía ignorar las amenazas de muerte de su vecino, podía comprobar hasta qué punto el sol ficticio de la lámina y el sol que iluminaba todo aquello un poco más arriba tenían exactamente el mismo diámetro. Dos soles idénticos que desde aquella perspectiva apenas parecían distar unos centímetros. Mientras los operarios empezaban a retirar los paneles verticales, el sol se ocultó detrás del cartel, en lo que le parecieron unos segundos, y pareció fundirse con aquel círculo pintado de amarillo. Los hombres seguían moviendo aquí y allá sus escaleras. Uno de ellos llegó hasta el panel del sol y comenzó a desmontarlo. En el preciso momento en que lo retiró, la luz cambió. El día pareció apagarse de pronto, como si estuviera a punto de anochecer. No había ni rastro por ninguna parte del verdadero sol, que debía de permanecer detrás de la valla publicitaria eclipsado por alguna nube oscura. André miró a su derecha y contempló, dominando como siempre el horizonte, los dos rascacielos de las compañías de seguros. El cielo se seguía apagando de forma incomprensible y a un lado y al otro, a su izquierda y a su derecha, la pareja de rascacielos parecían reflejarse como en un espejo. Qué era real y qué no. Cuáles de aquellas imágenes eran más reales que las otras y por qué. En aquel mundo todo era una ilusión, pura apariencia. Lo tenía más claro que nunca: la realidad, la auténtica realidad, siempre es invisible. Aplastó la colilla del cigarro contra el petril y por un instante sintió un vértigo infinito al ver que los operarios continuaban retirando el resto de los paneles. Qué pasaría si seguían haciendo aquello, si nadie los paraba. Si seguían desmontando el resto de las capas de la realidad como si fuesen paneles. Abajo, los furgones de policía y las ambulancias hacían sonar sus sirenas. Arriba, algún helicóptero surcaba aquel cielo turbio y opaco. Pero nadie parecía darse cuenta de nada. Qué sucedería si de repente aquellos hombres desprendieran la capa responsable de los colores de las cosas, de todos los colores, también del blanco y el negro. Y si después les permitiesen desinstalar la capa correspondiente a la propiedad contable de los objetos, la de las relaciones lógicas, la del principio de causalidad. Si nadie los detuviera y enrollasen la envoltura relacionada con las formas innatas de la percepción, incluyendo la intuición del espacio y la del tiempo. Si aquellos hombres enfundados en sus monos de trabajo terminasen despegando la lámina que almacenaba los datos aprendidos acerca de cómo es el mundo y cómo funciona, y todos los demás filtros subjetivos de la sensibilidad».

¿Qué pasaría?

Que tal vez estaríamos en el afuera de Foucault, donde el sujeto habría dejado de existir.

Lo cierto es que la noción del Yo se ha entendido como un absoluto metafísico identificado con la consciencia demasiado tiempo. Foucault nos lo recuerda en El pensamiento del afuera y es sobre este concepto sobre el que se desarrolla la novela de Muñoz Rengel. No hay que olvidarlo porque así se entiende que en una historia de ciencia-ficción aparezca el tema atípico de lo social ya que al teorizar sobre la identidad del sujeto se teoriza también sobre su dimensión social y política. Se está hablando de una estética de la existencia como práctica ética de producción de subjetividad así que no se trata de encontrarnos a nosotros mismos sino que se trata de reinventarnos, de interpretarnos. Si Nietzsche dijo en su día que Dios había muerto hoy podemos decir lo mismo del sujeto. Si Marx habló del fetichismo de la mercancía hoy hablamos del fetichismo del sujeto y del mismo modo en que se sentenció en el XIX que sin ese fetichismo no había capital me atrevería a decir hoy que sin el fetichismo del sujeto no hay identidad. En ese vacío del Yo y sus posibles disfraces nos encontramos y a ese vacío es a dónde nos lleva Muñoz Rengel para buscar la interpretación adecuada. Cada lector encontrará la suya.

Para interesarnos en la búsqueda, el autor echa mano de la ficción más perturbadora, desarrollada en capítulos muy breves. Son fogonazos que se suceden y enlazan alternativamente entre André y Xavier, entre la fuerza visual de la realidad y la intensidad del delirio.  Los hechos defienden el tema (estamos ante una historia de ficción no de un ensayo filosófico), las reflexiones que articulan los personajes nunca se convierten en conclusiones, sino que se confía en la elaboración del que lee, lo cual se agradece. El ritmo de la novela va incrementándose a medida que avanza la confusión y desorientación de los personajes y aunque el lenguaje siempre es claro y directo, sin adjetivaciones ornamentales que despisten al lector, se incluyen imágenes simbólicas e inquietantes, a la manera de Murakami, lo que favorece la visión onírica de la historia.

Una de las imágenes más angustiosas utilizada por Muñoz Rengel es la de los suicidios. En El sueño del otro, la gente parece enloquecer. Continuamente nos encontramos con individuos que toman la decisión de quitarse la vida, de cuerpos que caen sobre el asfalto, de pájaros que se estrellan contra edificios después de trazar mensajes en el cielo, de gente que se vuela la cabeza. Hay referencias a famosos suicidas como Hemingway, Anne Sexton o el mismo Foucault, de cuyas tentativas de suicidio tenemos suficiente información… El suicidio sobrevuela la novela de manera constante. Y es lógico. Nada reafirma tanto la vida como la muerte. Nada reafirma tanto la identidad como la violencia contra uno mismo. ¿Es el suicidio un acto de cobardía o de valentía? ¿Es una solución? ¿Es el miedo a perder la vida lo que nos hace cautivos? Pero, ¿cautivos de qué? ¿De la realidad? ¿De qué realidad? Las preguntas nunca acaban.

Todo lo contado en El sueño del otro es susceptible de reflexión e interpretación. Uno entra en la mente de André y Xavier a ciegas, se deja llevar, se mete en su piel, vive con ellos, piensa con ellos, actúa con ellos, se angustia con ellos y al final se reconoce en ellos. Y «Cuando cada noche dejas de ser tú para ser otro, acabas comprendiendo que todo es relativo, que en un instante pueden cambiar las coordenadas de todo lo que te parecía esencial y el centro del mundo se reubica.»

En El pensamiento del afuera, Foucault se refiere a la ficción utilizando el símil del canto de las sirenas: «Toda su seducción consiste en el vacío que abren». Juan Jacinto Muñoz Rengel abre en El sueño del otro un abismo en el que no hay más que una certeza: somos ficción, podemos interpretarnos.

Paz Olivares


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El sueño del otro

  • Juan Jacinto Muñoz Rengel
  • DeBolsillo
  • 2014
  • 304 pp
  • ISBN: 9788490327098
Paz Olivares
Paz Olivares
Artículos: 9