Las voces bajas

Manuel Rivas escribe con lluvia, con verde y con mar de fondo. Luego usa palabras para darle forma al paisaje, pero su materia prima es esa tierra húmeda y frondosa en la que nació: Galicia. Tiene algo de Álvaro Cunqueiro y de contador de historias al calor de la chimenea, si es que ambas cosas no son lo mismo. Tiene mucho de poeta, de esa clase de poetas que se les queda corto el verso y prefieren deambular por la estrofa larga. Tiene todo de embaucador, como cualquier buen cuentista, usando las metáforas como un despiste gratificante mientras va desplegando su magia alrededor, sin que te des cuenta de nada, sin que percibas la apoteosis final.

Se dio a conocer con ¿Qué me quieres, amor?, una colección de cuentos entre los que se encontraba La lengua de las mariposas, llevada al cine por José Luis Cuerda. Antes había escrito En salvaje compañía, una novela llena de magia y naturaleza, para mi gusto su mejor novela. Luego vendría El lápiz del carpintero, esa sobrecogedora defensa de la lectura que tituló Los libros arden mal o la más reciente: Todo es silencio, también con versión cinematográfica. Sus inicios, se nota, fueron como poeta, poeta de verso y estrofa, un vicio que no ha dejado y del cual da buen testimonio la antología recogida en El pueblo de la noche. También, no podía ser de otra forma para un contador de historias nato, ha sido periodista de los que buscan la noticia y de los que plasman su opinión en alguna columna diaria. Y como una cosa lleva a la otra, como el contacto con la tierra impregna y mancha, es una activista ecologista de esos que tanto incordian a los amantes del hormigón y las chimeneas. Además, desde 2009 es miembro de la Real Academia Gallega, que sirve de tan poco como la Española, pero que reconoce la dedicación y el mimo de sus miembros hacia esa lengua materna.

Las voces bajas es una composición lírica camuflada de autobiografía. Las doscientas páginas le sirven de lienzo para ir pintando un retrato de su hermana María, que a la vez es el reflejo de su memoria. Recuerdos, vivencias, un rico anecdotario, música, personajes inolvidables, todo tamizado por la nostalgia del tiempo perdido, recuperando la voz sorprendida de la infancia para crear el paisaje de aquellos tiempos nunca olvidados. Una novela que no es novela, un cántico que no es poesía, una vida que es maquillada hasta convertirla en cuento. Así, con la excusa de quien mira viejas fotografías, Rivas habla de su padre albañil y saxofonista, de su madre fabricante de palabras, de los tiempos de la escuela franquista, del despertar de las inquietudes políticas, de los primeros pasos de un camino que nunca le alejaron de sus orígenes. Un puzle bien construido por lo que él mismo llama la zona secreta, esa zona que perdura aunque a veces no la veamos o no queramos verla.

Dice el autor que su madre le recomendó buscarse un trabajo donde no se mojase y él se hizo escritor pensando que así se libraría de la humedad, pero el orvallo siempre termina por calar, por atravesarte hasta el tuétano. Algunos dirán que practica una especie de literatura pastoril reconvertida en ecologismo y decorada con pinceladas de realismo mágico. Es posible, pero ya se sabe que non creo nas meigas, máis habelas hainas. Rivas no puede evitar el paisaje atlántico ni la magia que se esconde en la neblina, sufre de esa enfermedad que tanto abunda en Galicia y que él mismo diagnostica: levantas una piedra y sale un poeta.

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