Goethe se muere

Odio a Thomas Bernhard, pero más que a Thomas Bernhard odio la poética de Thomas Bernhard, un escritor tan necesario. No me gusta su literatura y mucho menos que su literatura me gusta la literatura que otros escriben sobre él. Un escritor como Bernhard no se merece que le dediquemos una sola página de nuestro tiempo a sus escritos.

Fue un cabrón con suerte que no permitió a sus compatriotas –por odio y envidia– que pudieran disfrutar de su obra; sin embargo, me han obligado a escribir sobre un libro de relatos –Goethe se muere– que me llegó hace ya varios meses y que leí hace ya varios meses y que tengo que recordar hoy, después de varios meses, tanto los argumentos como las tramas para decir algo coherente y sensato, algo que rellene un vacío. Ellos –los austriacos, como una especie de compromiso– me han obligado, pero también quien me envió el libro y quien publica la reseña, después de varios meses que yo recibí el libro de Thomas Bernhard, a escribir sobre este libro de relatos de Thomas Bernhard titulado, como una pústula, Goethe se muere, y del que no recuerdo ninguno de los argumentos, salvo uno de los cuentos que, estratégicamente, aparece situado en el centro del libro –de hecho es el centro del libro–, y que se titula «Reencuentro».

Después de todo, uno piensa si Thomas Bernhard es realmente tan bueno como Franz Kafka, George Orwell o Thomas Pynchon para escribir sobre su persona y su obra, es decir, sobre dos conceptos críticos y criticables tan unidos en su vida y en su obra: ¿son la vida de Thomas Bernhard y la obra de Thomas Bernhard realmente tan interesantes como para escribir sobre ellas?

Recuerdo que hace tres años escribí un post en un blog que pronto recuperaré, y que todo el mundo habrá olvidado, sobre un microrrelato que no aparece en Goethe se muere (2010), pero sí en El imitador de voces (1978), titulado «Rendición». En él, venía a decir que, a pesar de todo, la presunta muerte de los escritores famosos nos sirve a los blogueros para rendirnos y homenajearlos en los días que, con gran pesimismo para nuestra honrada ambición y simple pedantería, no tenemos nada que contar. También en aquellos otros días, cuando tenemos algo que contar verdaderamente pero resulta más cómodo y productivo, de cara al interés general de la Red, hablar de los años que hace que tal o cual escritor nació, murió o fue publicado su libro.

Nuestra ambición y pedantería se rinden al homenajeado, favoreciendo nuestra creatividad con entusiasmo, aunque sin pesimismo. El día de ayer, por ejemplo, rodeado de amigos, no tuve nada que contar ni tiempo siquiera para pensar en contar algo que tuviera el interés de costumbre. A pesar de todo, el aniversario de la presunta muerte de algunos escritores famosos –los veinticinco años de la presunta muerte de Julio Cortázar, los doscientos del presunto nacimiento de Darwin, o los veinte años transcurridos desde que Thomas Bernhard nos dejó presuntamente diciendo que su

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obra jamás de los jamases se publicaría en Austria, su presunto país natal– pasaron desapercibidos para mí porque ayer fue uno de esos días en los que aparte de no tener nada que contar tampoco tuve nada que leer, ni periódicos ni blogs, recursos, todos ellos, que el bloguero debe conocer para paliar, muchas veces, con su fina y súbita lectura, la presunta sequía creativa. A pesar de todo, esto es así: me rindo al reconocimiento de que la misma noticia o anécdota, el mismo fallecimiento o muerte se repite, presuntamente, no lo olvidemos, hasta la saciedad cibernética por muchos puntos dispersos de la Red, ese lugar furibundo al que se refirió Javier Marías en un ya no presunto artículo de opinión, de hace tiempo. El caso es que hoy me había levantado con ganas de contar muchas cosas; sin embargo, al leer los periódicos de ayer, cosa perfectamente recomendable para no emocionarse demasiado con las noticias frescas y presuntamente demoledoras contra santos, religiosos y pobres partidos políticos, la crisis, los recortes, etc., y ver que muchos de estos periódicos se hacen eco de los tres autores más arriba nombrados, no he podido remediarlo y también yo voy a escribir sobre uno de ellos a través de sus palabras.

Por esta razón cuelgo entonces un presunto microrrelato de Thomas Bernhard, titulado «Rendición», de su libro de 1978, titulado El imitador de voces, presuntamente también prohibido en Austria para escarmiento y tristeza de muchos austriacos. Después de estas furibundas palabras yo reproducía el microrrelato en cuestión, un texto que habla de un tal Ofner, trabajador municipal, anunciador de fallecimientos, que para salvar la vida de su mujer, enferma del pecho, como le dijo su médico, compró con ella una pequeña parcela del bosque en la vecindad del narrador (o quizá en la vecindad de Thomas Bernhard), a una altura sin nieblas y con aire puro, dice el microrrelato. Después de estas palabras reproducidas, o copiadas, llegaba Thomas Bernhard con su estilo cargado de repeticiones que, en muchos casos son frases y juegos lingüísticos tan molestos como la canica que (siempre) se le cae al vecino y jode a todos excepto a él. No recuerdo de qué trataba el microrrelato en cuestión, la verdad: para ello tendría que leerlo de nuevo.

El argumento de Thomas Bernhard se olvida fácilmente, no así sus repeticiones, pero no repeticiones concretas, sino el concepto de repetición y de juego: oratoria y poética. Lo cierto es que a mí de Thomas Bernhard me gustan sus títulos: «Reencuentro», el relato que recuerdo con algunos detalles, me parece el mejor de todos los que aparecen en Goethe se muere. En este el narrador le reprocha a un colega la infancia que tuvieron rodeados de sus padres respectivos, la forma como la familia no permite crecer al individuo. La tesis del relato es que la familia es una cárcel, pero no para todos porque el narrador que Thomas Bernhard se inventa para hablar de sí mismo trata a su colega de una manera muy poco afable, aunque sincera, puesto que le recrimina que no intentara escapar jamás de la cárcel familiar, cosa que él sí hizo: «Llegaste a un acuerdo con tus guardianes. Te enseñaron cómo leer libros y mirar libros, cómo oír música.

Te enseñaron cómo hay que gritar en el bosque para que surja el eco correspondiente y no te resististe a ello. Por eso miras fijamente ya desde hace decenios como te han enseñado tus padres, con esa mirada vacía, y lees libros con la misma vacuidad y oyes música sólo tan vacuamente como tus padres te enseñaron. Dices sobre Goya lo mismo que tus padres decían continuamente sobre Goya, lees a Goethe exactamente como tus padres y oyes a Mozart como ellos, de la forma más vil. Yo, sin embargo, me independicé, porque aproveché la ocasión en el momento decisivo, dije, y me liberé, y oigo a Mozart como yo contra mis padres, contra mis aniquiladores, miro a Goya como yo lo miro, contra mis padres aniquiladores, leo a Goethe, si es que lo leo, como yo lo leo». Thomas Bernhard es un escritor que odio y admiro al mismo tiempo, un escritor que parece haber comprendido –como Zarathustra, como Onetti– que para escribir hay que retirarse lejos de los lazos familiares y sociales que nos unen al país, a los lectores.

Creo que en su obra no son importantes los argumentos o las tramas, sino su postura: el punto de vista a través del cual mira y observa y nos dice el mal que hemos hecho para que nuestra prosa se derrumbe con un simple y escolar comentario de texto. Thomas Bernhard parece que sufrió al escribir, pero hizo cuanto quiso; al menos esto dicen sus relatos si es que son tan autobiográficos como nos han hecho creer los críticos, esos que nos han hecho aprender a leer como ellos quieren.

por Mateo de Paz

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