«Por mi parte, a mí me gusta que las historias comiencen con una posada al borde del camino en la que “hacia finales del año 17” varios hombres tocados con tricornios jugaban a los bolos»

Robert Louis Stevenson

Tengo la tendencia personal de emparejar a Stevenson y Ford. No sabría de dónde viene ese impulso. Al final son dos autores muy diferentes en varios puntos fundamentales. Los separa el tiempo y la distancia. Los separan las intenciones y el carácter. Pero sospecho que todos tenemos mecanismos de asociación más o menos inconscientes que nos hacen relacionar ideas e individuos, muchas veces por mera simpatía, y acaban engrosando los hilos que los relacionan hasta convertirlos en cabos.

En el caso de Ford y Stevenson creo que ese hilo que me hace pensar en ellos de forma muy cercana tiene que ver con que, en ambos casos, se trata de autores que tenían muy claro el tipo de narración que querían hacer. Ambos trabajaron géneros más o menos populares y en ambos casos, el gusto popular, los colocó en un puesto extraño dentro del escalafón crítico o, al menos, de las jerarquías académicas. Porque, aunque nadie discute el puesto en el canon de ninguno de los dos, y aunque en los dos casos está perfectamente reconocida la singularidad de su trabajo y el hecho de que crearon iconos culturales tan potentes que han contribuido a darle forma a nuestra cultura, en los dos casos creo que su popularidad ha jugado y sigue jugando en su contra. Ford sigue siendo el de las películas de vaqueros y Stevenson el de la Isla del Tesoro.

Como si eso tuviese algo de malo.

Como decíamo, tanto Stevenson como Ford son, a día de hoy, autores indiscutibles del canon y no siempre ha sido así. Durante años a Ford, sin que nadie le negase calidad como director (esas puertas que se cierran con tanta contundencia que partían dos mundos) se le consideraba un director reaccionario y a esa consideración se le añadió la idea de que, en esa reacción, se arrastraba algo parecido a la simplicidad. Sería tonto intentar negar ahora que Ford tuviese ideas conservadoras. También las tenía Stevenson, por cierto (al menos el Stevenson maduro). Pero tanto el uno como el otro pertenecían a ese grupo de individuos que hacen del individuo la bandera de su dirección política. Ni el uno ni el otro quisieron hacer nunca política y lo más probable es que, a cualquiera de los dos, los hubiesen expulsado de cualquier partido en el que hubiesen intentado meterse. La heterodoxia, ya se sabe, es incómoda para estos asuntos.

Stevenson, a la moda

Ford dijo de sí mismo que era un tipo que hacía películas del Oeste. Hubo alguien que anotó la frase como si fuese una confesión trascendente o la descripción de una poética, Ford, escandalizado, no volvió a hablar a nadie a no ser que fuese mascullando entre dientes, excepto una vez, a Katherine Hepburn.

De Stevenson se dijo que era un autor de novelas juveniles, lo cual no es incorrecto, pero tampoco es un problema. La novela juvenil no es un género menor, aunque sí es un género empobrecido por la fuerza, porque cuando alguna novela juvenil consigue tener una fuerza incontestable se “asciende” automáticamente al mundo de las novelas “de verdad”.

Ford y Stevenson se asomaron al límite de la ortodoxia porque reivindicaron la trama como el basamento principal de sus obras, en un momento en el que se empezaba a cuestionar la posibilidad de que un trabajo narrativo de calidad pudiese seguir articulándose alrededor de una peripecia. Esto, en el fondo, no tenía nada que ver con la trama en sí y era casi una cuestión técnica. El S XIX venía de ser el siglo indiscutible de la novela. Había habido novelas antes y grandes narradores, pero en el S XIX todo eclosionó. Alimentados por un mercado que nunca había existido antes, los novelistas del XIX recogieron todos los recursos que había e inventaron muchos que no existían hasta entonces y, para cuando Stevenson empezó a escribir, en la segunda mitad del XIX, la narrativa europea ya podía decir aquella frase de Thompson: hay más de mil maneras de contar una historia y las hemos usado todas.

Empieza entonces una época de experimentación formal en la que los autores se van alejando de las historias y se van centrando cada vez más en la psicología, en la construcción de las historias, en la experiencia de los personajes… Todavía faltan unos años para las vanguardias, para que Proust, Joyce, Mann… cambien la reglas del juego. Pero todo esto se estaba empezando ya  a foguear. En ese contexto, Stevenson (o tiempo después Ford) se reivindicaron a sí mismos como contadores. Tipos a los que, como dijo el otro, les importaba más bien poco la vida sentimental de un profesor de literatura o los sufrimientos existenciales de un poeta una noche de otoño a no ser que el susodicho profesor o el mentado poeta tenga nociones de cómo disparar un «Colt» o blandir una espada con cierta maña.

La batalla del ser Ford y Stevenson la encararon de forma distinta. Sus personajes no dudan de su existencia, sino que se aferran a ella, reflexionan menos sobre su vida, pero ¿en cuántas novelas encontramos una reflexión sobre el individuo a la altura de la de Jekyll y Hyde? Ambos eran conscientes de que representaban una corriente distinta, de su heterodoxia, de que su camino discurría al margen de un circuito que podemos llamar «académico».

Ford se dedicó, con un empeño quizás digno de mejor causa, a darle al mundo una imagen socarrona de sí mismo. Quería ser visto como un hombre pragmático y un tanto cínico al que no le interesaba prácticamente nada del cine, salvo el cine en sí mismo. Se cerró en redondo a cualquier cosa que sonase a filosofía o a hacer concesiones teóricas sobre su trabajo. Incluso cuando los que se acercaban a él como admiradores interesados en reivindicar su figura se encontraban con un Ford parapetado detrás de varios sacos terreros desde los que disparaba con sarcasmo y pulso firme contra todo el que aspirase a aplicar la jerga de la crítica a su labor.

Stevenson, por su parte, sí dejó por escrito algunas reflexiones acerca de cómo entendía, no sólo sus novelas, sino ese extraño artefacto que es la literatura. Hay varios Stevenson que no son paralelos al autor de La isla del Tesoro sino complementarios. Hay un Stevenson poeta, reconocido en el mundo anglosajón, pero que parece olvidado en el resto del mundo (en España hay una excelente edición de sus poemas en Hiperión, que aprovechamos para recomendar) y un Stevenson ensayista, que es el que se asoma en este Escribir que publica ahora Páginas de Espuma.

Escribir recoger varios artículos que Stevenson escribió a lo largo de su vida, en los que reflexiona sobre la escritura o sus practicantes. Los artículos se agrupan en tres categorías sensatas: «La escritura» que recoge escritos en los que Stevenson desgrana ideas acerca de su oficio y de las técnicas que se utilizan en él: «Los libros» en el que Stevenson escribe acerca de algunos libros que considera importantes y «Los escritores» en el que repasa su opinión sobre algunos colegas de profesión.

Funeral de Stevenson.

Los textos de Escribir no fueron pensados por Stevenson como una unidad, sino que han sido recopilados de distintas fuentes. Al final del volumen hay un capítulo en el que se da cuenta del lugar y la fecha de procedencia de cada texto, información que resulta muy valiosa y que no se entiende muy bien por qué no se facilita en los mismos capítulos. Quizás la editorial haya pensado que dar esa información dentro de los capítulos habría contaminado la lectura de un academicismo grosero, sin embargo no veo que un par de líneas entorpezcan la lectura y, por el contrario, habrían hecho el libro más manejable como herramienta. Un factor que, en este caso, debería haber pesado más. Porque este Escribir no es un libro cualquiera. Escribir es carne de bibliotecas y, como tal, debe tratarse. Si queda algo de dinero en las bibliotecas públicas y algo de sensatez en las privadas, los ensayos de Stevenson deberían ser una incorporación urgente. Hay libros que nacen para durar y este es uno de ellos. Libros que no se pueden valorar sólo por lo que significan o por lo que le puedan aportar al lector presente, sino por su peso específico como clásicos.

Dicho de otra forma, este es un libro para siempre.

La edición, de hecho, apunta por esa vía. Páginas de espuma la ha dotado de los atributos del libro de peso. El tomo está envuelto en pasta dura, con cordón — un detalle menor, pero no se me ocurre ninguna razón para no agradecerlo— y mapas. Insisto, el libro es carne de bibliotecas y han tenido el buen tino de darle el aspecto que merece, aunque haya que poner un par de pegas: habría resultado más manejable incorporar en los propios textos las fechas y el lugar de procedencia de cada texto. No me parece un detalle menor saber que uno de los textos, el dedicado a Julio Verne, fue escrito por un joven Stevenson de veintiséis años, mientras que el «Prefacio al Sr de Ballantrae» es obra de un Stevenson veterano, exitoso y casi cincuentón. Con todo, la información está ahí, y por eso la falta es leve. La segunda pega se refiere a la calidad de algunas de las reproducciones que acompañan el libro. La del retrato de Samuel Pepys por John Hayls, en concreto, es extrañamente mediocre. De nuevo un asunto menor.


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Licenciado en Humanidades. El que lleva todo esto a nivel de edición, etc. Le puedes echar las culpas de lo que quieras en miguel@enestadocritico.com. Es público y notorio que admite sobornos.
Miguel Carreira López
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