Pasión y suerte de Ousmane Dembelé

Posiblemente los tres equipos más influyentes del fútbol moderno hayan sido el Barcelona de Guardiola, la selección española de principios de la década pasada y José Mourinho, entendido este último como un equipo en sí mismo. Los tres equipos pueden parecer diferentes y, de hecho, lo son en muchos aspectos, pero son los tres equipos que mejor representan la evolución del fútbol, que se ha convertido en un tablero de ajedrez tecnocrático, en el que los jugadores ponen en escena planes escrupulosamente trazados de antemano por los equipos técnicos.

En una entrevista a Messi le preguntan sobre Guardiola: «Nos decía lo que iba a pasar en el campo y eso era lo que pasaba». Guardiola ha hecho del fútbol una ciencia exacta. Ahora que la física es un mundo de probabilidades la certeza absoluta ya solo existe en los equipos de Guardiola -salvo cuando toca jugar la Champions, claro-. En una entrevista a Henry el francés comenta que en una ocasión marcó un gol y que al minuto siguiente estaba en el banquillo: había marcado el gol abandonando la posición asignada y sacarlo del campo era la forma que tenía Guardiola de hacerle ver que coñas las justas.

En el gran Barça de Guardiola solo Messi escapaba de la dictadura del orden. Correteaba entre líneas con la anuencia del entrenador, quizás porque este sabía que la disciplina era inherente al juego del rosarino. El mejor jugador del mundo, quizás el mejor de todos los tiempos, es un jugador previsible. Su genio es tan perfecto que ha encajado en el molde de un fútbol alérgico a la genialidad.

En diez años Mourinho fabricó dos conjuntos que avanzaban sobre sus rivales como glaciares. La sombra producida por el Barça de Guardiola a veces hace olvidar el nivel al que llegó el Real Madrid de Mourinho que se paseaba por la liga española destrozando a sus rivales. Como Guardiola, Mourinho aspiraba al control absoluto. Primero en el Chelsea y luego en el Madrid llegó a armar dos bloques sin fisuras. Entremedias estuvo en el Inter, donde tramó un equipo menos apolíneo, pero más heroico y que fue el que consiguió más títulos. Los de Mourinho eran equipos infranqueables en defensa que te demolían con una seguridad y una simplicidad mecánica. De nuevo, su mejor jugador, Cristiano, era un jugador más efectivo en la prosa que en el verso. Cristiano sí gustaba de las florituras, pero era llamativamente ineficaz con ellas. Cuando se enredaba en bicicletas, espaldinhas y rabonas por lo general los rivales estaban tranquilos. Cuando había que temerle era encaraba el area con esa apostura de titán.

El tercer equipo que ha moldeado el fútbol moderno fue la selección española que ganó dos eurocopas y un mundial entre el 2008 y el 2012. Más que ningún otro, aquel equipo era una orquesta perfecta. Los jugadores llevaban tatuados los automatismos en el tuétano. Un equipo lleno de músicos virtuosos, pero en el que no había ni un solo solista. Lo más parecido que había en el equipo a un rock and roll a lo mejor era Sergio Ramos, que era defensa. Las estrellas del equipo eran Xavi e Inhiesta. Dos tipos que, si los sacas del fútbol, te levantan una oposición en menos de seis meses.

La influencia de estos tres equipos ha marcado el fútbol durante los últimos diez años. Es muy posible que si estos tres equipos no hubiesen aparecido el fútbol hubiese discurrido por caminos muy parecidos, porque la fuerzas centrífugas son muy poderosas. El deporte ha dejado de ser un juego para convertirse en un negocio en el que todo el mundo tiene demasiado que perder. Física y técnicamente los jugadores son mejores que nunca. Hoy un equipo de media tabla tiene tres tipos que pueden poner un pase de cuarenta metros y tipos capaces de recoger ese mismo pase y orientarlo con un solo toque. Hay porteros que tienen mejor toque de balón que la mayoría de centrocampistas de los noventa. Los jugadores son atletas. La figura del gordo que la sabía pisar es imposible. Fuera del campo se les acusa de comportarse como popstars caprichosas, pero cuando empieza el partido la disciplina es marcial. Todos sabes lo que tienen que hacer y cumplen con su obligación de forma tan exacta que los partidos se han más y más igualados, así que, para ganar un mundial -por ejemplo- hace muchos años que los equipos saben que tendrán que pasar una o dos veces por la ordalía de los penaltis.

En este panorama apenas quedan jugadores imprevisibles. Los entrenadores prefieren y alientan el uso de jugadores con capacidad técnica y física para ejecutar sus órdenes. Los dos grandes jugadores de su generación han sido jugadores perfectos en todo lo que se supone que deben hacer, pero han llegado a ser anodinos a la hora de crear lo inesperado. Cuando se compara a Messi con Maradona no se hace en función de los números, donde la superioridad de Messi es apabullante, sino porque, cuando Maradona jugaba, siempre podías ver una ejecución diferente, un control inesperado, una frivolité que levantaba al público del asiento. Con Maradona, como con Ronaldinho, con Zidane o con Romario daba la impresión de que inventaban el fútbol en cada partido. Te hacían sentir que jugaban en una época heroica, en la que el mundo estaba por hacer. Para que Messi tire una rabona le tienen que estar apuntando con un fusil desde la grada.

Esto, en realidad, no quiere decir nada bueno ni malo del fútbol. Quizás sea una etapa, quizás sea el camino que haga del fútbol algo tan aburrido que el público deje de disfrutarlo, quizás sea la evolución hacia algo diferente. Quién sabe. En todo caso son las características del fútbol que nos toca. Los entrenadores plantean los partidos minimizando los riesgos. Los jugadores responden con porcentajes de pases que rozan la perfección y saltan al campo dispuestos a ejecutar una coreografía de movimientos en los que el gol es más el resultado de una ecuación que de una pincelada. A muy pocos se les consiente salirse del guion. Está Neymar, al que se acusa de haber dilapidado su talento superior, pero a quien hay que reconocer que es el único jugador de otra era que ha conseguido ser importante en el fútbol actual. Y está él. Está Dembelé.

Por Internet discurre una secuencia como meme. Durante la semifinal de la champions 2019 el Barcelona le iba ganando al Liverpool por tres cero. El Liverpool, de hecho, había jugado un buen partido, pero el Barça había tirado de la calidad de sus jugadores. De su lado todavía tenía cierta leyenda de equipo legendario y, sobre todo, tenía a Messi. Ya no era el mejor Messi y estaba lejos de ser el mejor Barça, pero había Messi de sobra.

Luis Suárez marcó el primero, en un remate espectacular. El Liverpool, que estaba fraguando una generación de jugadores tremenda, se repuso y empezó a ganarle terreno al Barcelona. Messi ya no tenía piernas para llegar a todo y poco a poco el Liverpool fue ganando terreno. A Messi lo pusieron en aislamiento, detrás de una línea de centrocampistas que llegaban a todo lo que no llegaban los de Barcelona. El partido se complicaba por momentos, hasta que Messi se inventó una jugada de eas que para él son una costumbre y para el resto una entelequia. Regateó a dos y le dejó el balón a Suárez que la envió al palo. El balón cayó rebotado de vuelta a Messi que, en vez de rematar de primeras, como los mortales, la controló con el pecho y casi entró con el balón en la portería mientras Van Dijk lo miraba alucinado. No lo hizo -entrar con el balón en la portería- porque eso pertenece a ese fútbol de otra época.

Quince minutos después cogió una falta a veinte metro de la portería y la coló por la escuadra. Partido resuelto y eliminatoria casi finiquitada. El Barcelona respiró con alivio. Había sido una temporada extraña, después de la salida de Neymar y con el rumor constante de la tensión entre la directiva y los jugadores. Pero todo había salido bien. La liga estaba virtualmente ganada y semifinal contra el Liverpool se consideraba una final anticipada. En la otra eliminatoria estaban el Totenham y el Ajax, a los que se suponía menor envergadura. El vencedor de aquella semifinal sería el gran favorito y todo apuntaba a que el 3-0 dejaba el camino expedito. Sin embargo, aún quedaba tiempo para más.

En el minuto 90 entra Dembelé por Suarez. Quedan cinco minutos de descuento y, en teoría, son cinco minutos para resistir las embestidas del Liverpool. Dembelé ha saltado al campo para obligar a los ingleses a tener ojos en la espalda y mantener a uno o dos hombres pendientes del velocísimo extremo francés. Aún así, el Liverpool tiene que arriesgar, así que se espera que Dembelé tenga oportunidades.

Efectivamente, en solo cinco minutos Dembelé tendrá tres ocasiones. La primera es la menos clara. Un balón llega del cielo, Dembelé se lanza a por él, pero controla mal y entrega el balón. Un minuto después recibe un balón en el lateral del area. Recorta a su marcador como quien se va de un juvenil (es verdad que Dembelé venía fresco) y se va hacia el centro. Un metro más allá del punto de penalti Rakitic señala un enorme hueco delante de él. Dembelé decide disparar y el balón sale por encima de la portería. Rakitic lo mira boquiabierto mientras sigue señalando el espacio no aprovechado que ha dejado el pase definitivo.

Pero la jugada que ha quedado para el recuerdo es la final. La cosa fue más o menos así: Dembelé arranca con el balón desde su área. Por delante core Messi y por detrás le sigue Piqué, que siempre ha tenido olfato para estar donde hay lío. Los jugadores del Liverpool intentan replegarse, pero están agotados. Dembelé se la da a Messi que se escora a la izquierda y se lleva a los tres defensas que quedan con él. A la derecha de Messi están Dembelé y Piqué. Dos jugadores solos en el punto de penalti. Messi la pasa, el balón le llega a Dembelé en carrera y este remata de primeras, mansamente al centro de la portería. Alisson la bloquea casi sin creérselo. El árbitro pita el final. La victoria es amplia, pero hay una sensación de estupefacción por el fallo.

La leyenda de Internet hace de esa jugada el detonante que dinamita al gran Barça. En el partido de vuelta el Liverpool remontará de forma inverosímil y algo se rompió ahí en el Barcelona. La liga de ese año ya la tenía ganada -un poco por incomparecencia de los rivales- pero desde esa eliminatoria el Barça empezó a encadenar una serie de catastróficas desgracias. A día de hoy no ha vuelto a ganar una Liga, Messi ha emigrado y en la Champions sólo han recibido varapalos, algunos de ellos históricos.

Decir que todo esto surge de una sola jugada es más que exagerado. Es directamente falaz. Dembelé no ha hundido al Barcelona. De hecho la jugada sirve, sobre todo, para resumir qué es Dembelé en un campo de fútbol y no me refiero a que sea un tipo con problemas de cara al gol -aunque no es un gran finalizador-, sino que es un tipo capaz de generar tres ocasiones de gol claras en unas semifinales de champions. De generarlas y de fallarlas, eso es verdad, pero igualmente hubiese podido meter las tres, endosar al Liverpool una goleada de época y salir a hombros.

Lo sorprendente de Dembelé no es tanto que sea capaz de lo mejor y de lo peor. Es el hecho de que sea capaz de hacer de lo malo algo tan catastrófico un tipo que es tan bueno. Porque Dembelé es bueno. Más que eso, es buenísimo. Técnicamente es uno de los mejores jugadores del mundo y, en carrera, seguramente el extremo más desequilibrante del planeta. Después de una jugada contra el Villarreal (que acabó en gol de Coutinho) midieron la punta de velocidad del francés, que llegó a casi 30 km/h con el balón controlado.

A diferencia de Vinicius, que regatea como un brasileño, electrocutando el balón con el pie en espacios minúsculos, Dembelé es capaz de regatear alejando el balón de si, como si alcanzase una especie de estado zen que le permite desentenderse de la pelota. Gracias a eso sale de los regates con espacio suficiente para centrar con comodidad y cuando eso pasa es letal. El año pasado, por sus constantes problemas de lesiones, apenas jugó media temporada. Le bastó para dar 13 asistencias de gol -el que más- y convertirse en el jugador más desequilibrante del equipo. A cambio, bajó su media goleadora a un solo tanto.

Las estadísticas de Dembelé son tan desconcertantes como el jugador promete. Esta es su sexta temporada en el Barcelona. En el fútbol de hoy esto lo convierte en un histórico del club. Sin embargo apenas ha jugado la mitad de los partidos por las lesiones y dentro del campo sigue dando la impresión de desempeñarse como un juvenil. Hay partidos en los que lo ves jugar y te parece que es el primer partido de su vida. Practica una especie de adanismo radical. En un fútbol cada vez más táctico Dembelé sale al campo como si le acabasen de explicar el reglamento mientras se ataba las botas. La experiencia le ha servido para adquirir la capacidad estratégica de una gallina recién descabezada.

La afición por su parte parece que ha renunciado a enfadarse con él. A diferencia de otros jugadores cuyo rendimiento está por debajo de su técnica da la impresión de que en el caso de Dembelé se ha llegado a la aceptación de que el chico es así y hay que quererlo como es. No es raro que, cuando empieza el runrun de desaprobación haga una jugada mayúscula para ganar un partido. Sin embargo, nadie ha detectado una relación de causa efecto entre el rumor del público y la jugada mágica. Es decir, no da la impresión de que se trate de reacción del jugador sino que, simplemente, la moneda ha caído de cara en ese momento.

En Diciembre, en la final del mundial, Deschamps tuvo menos paciencia. Después de cuarenta minutos, de cometer un penalti y de una galería de controles fallados lo sacó del partido. Hay por lo menos un universo paralelo en el que Dembelé acaba el partido marcando dos goles y tres asistencias. En otro roba el balón e intenta darse a la fuga por las alcantarillas.

Con este chico nunca se sabe.

Licenciado en Humanidades. El que lleva todo esto a nivel de edición, etc. Le puedes echar las culpas de lo que quieras en miguel@enestadocritico.com. Es público y notorio que admite sobornos.
Miguel Carreira López
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