Kumiko. The treasure hunter
¿Y si sólo nos quedaran las historias? . Persigues una ilusión porque aún te resistes a convertirte en un espectro en vida. En la pantalla en blanco de la imaginación los sueños son fortuna, aunque en la realidad esa pantalla se convierta en el lienzo de un paisaje nevado en el que te desvaneces como un fantasma errante en un país extranjero, aunque ya vivías exiliada, aunque ya no vivías. La espléndida Kumiko, the treasure hunter (2014), de David Zellner, apoyada por Alexander Payne, y nominada a la mejor dirección y la mejor actriz protagonista en los premios Independent spirit, está inspirada en la versión distorsionada de la muerte de Takako Konishi en el 2001, cuyo cadáver se encontró en la nieve en Detroit Lakes, Minnesota. Takako se había suicidado, con una sobredosis de alcohol y otras sustancias tóxicas. Pero los medios convirtieron su muerte en un relato extravagante, propiciado por un malentendido en la conversación con un policía. Según los medios, Takako buscaba el dinero escondido en la nieve por el personaje de Steve Buscemi en Fargo (1995), de Hermanos Coen.
Quedo sepultada la historia real, la desesperación de una mujer que había sido despedida de la agencia de viaje en la que trabajaba, y abandonada por su amante, un empresario estadounidense, quien se había trasladado a Singapur. Takako decidió recorrer los lugares en los que había vivido la felicidad pretérita antes de matarse. La noche anterior habló cuarenta minutos con él, y después se desvaneció en la intemperie porque sentía que se había quemado la pantalla de las ilusiones. El tesoro que sentía haber encontrado se había convertido en ceniza. El viaje se había tornado inmovilidad. Si ya no sientes historia en tu vida, el proyector puede atraparte en su atasco.
La obra de Zellner se centra en Kumiko ( extraordinaria Rinko Kikuchi), una mujer de veintinueve años que lleva una vida espectral. Trabaja en la oficina, uniformada como tantas otras chicas, se traslada en metro con rostros que ya ni mira. No está casada como ya se supone que debe estar una mujer a su edad. Las conversaciones telefónicas con su madre son un suplicio que le recuerda que no es nada, un punto suspensivo entre signos de puntuación que cumplen los trámites correspondientes. Si no se casa, debe retornar al hogar, como un producto averiado. Kumiko vive en un pasillo angosto vital, como ese que recorre en la tienda de animales con la comida del conejo con el que vive. En esa gruta oscura a la que se reduce su vida, los sueños son la brecha en la que pueda encontrar la liberación. En la ambigua secuencia inicial, Kumiko, que se declara cazadora de tesoros, sigue las indicaciones de un mapa hasta una cueva. Su sombra penetra en su interior, y bajo una piedra encuentra una cinta de video, la película Fargo. Kumiko es una sombra. Y la pantalla en blanco se encenderá para dotar de horizonte su vida detenida.
En las carreteras nevadas de Minneapolis parecerá, con la manta de colores cubriéndole, un fantasma errante de la tradición japonesa, como los de Dolls (2002), de Takeshi Kitano’. Los exquisitos encuadres respiran inmovilidad. La modulación se desliza como la sábana de un espectro. Sus elipsis son cortantes. La respiración fantasmal de la narración se acompasa a la expresión de la actriz. En sus ojos las sombras parecen cautivas de una tristeza insondable, como si la vida se hubiera apagado en su interior. Solo se iluminará en las secuencias finales. Ya no se siente abandonada. En sus brazos, el conejo que abandonó, entre lágrimas, en un vagón de metro entre aquellos otros rostros en los que no se fijaba, en los que no quería reconocerse. Y el maletín de una ficción que negó porque sin la ilusión sentía la realidad como un páramo en el que no era nada.
por Alexander Zárate
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