El último caballo

“…El mundo antiguo, el mundo en que un pobre hombre podía tener un caballo y podía darle de comer sin grandes dificultades, el mundo en el que se podía vivir tranquilamente sin matarse trabajando, el mundo en el que todo era suave y fácil, cuando había solidaridad entre los hombres y cuando todo lo que se movía tenía sangre caliente; cuando la gente no tenía tanta prisa y vivía con más sosiego, cuando sobraban unas horas al día para pasear en un caballo, cuando no había ese gesto hosco que hoy se observa en todas partes, porque a la gente le falta siempre la peseta sobrante con la cual se compraba la alegría…” Sustituyamos peseta por euro y podemos preguntarnos ¿Estamos en el 2016 o en 1950? Son las palabras de Fernando (Fernando Fernán Gómez) en una secuencia de la esplendida El último caballo (1950), de Edgar Neville (autor también del guión), en la que comparte hartazgo y unos buenos vinos con sus amigos Simón (José Luis Ozores) e Isabel (Conchita Montes), cual si fueran un precedente del Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, u otros personajes desubicados de los westerns calificados como «crepusculares» de los 60 y 70. Los tiempos están cambiando, pero no él, diría también Fernando, como Billy el niño.

El bar se llama Las cruzadas, y cruzado es de otros tiempos, de otra sensibilidad, que no parece tener lugar en un tiempo degradado en el que ante todo se aprecia o valora el materialismo, el dinero y la posición. Como buen caballero noble, pasea por la ciudad con su caballo, de nombre Bucéfalo, como el de Alejandro Magno. De otro tiempo no implica de la tradición. Contra ciertas instituciones de la misma se lanzan buenas puyas, caso de las corridas de toros, a la que son destinados los caballos, al vendérselos a un contratista, tras que hayan sido sustituidos en el ejército por las máquinas, los coches. El propósito que Fernando se establece, desde que deja la milicia, es evitar que Bucéfalo acabe destripado, como tantos otros, en una plaza de toros. En su <<cruzada>> subordinará el otro gran pilar instituido (además de un trabajo remunerado) para convertirse en un hombre de pro, como tantos otros, el de casarse. Gastará el dinero ahorrado para poder establecerse tras la boda en comprar a Bucéfalo (extraordinaria elipsis: Fernando había ya expresado que era demasiado para él lo que costaba el caballo, pero tras un plano en el que ve jugando a dos niños el siguiente es el de Fernando cabalgando sobre Bucéfalo).

El último caballo relata las vicisitudes y los avatares de Fernando para lograr encontrar un lugar para Bucéfalo en una ciudad en la que no parece que ya lo haya para un símbolo del pasado, porque ya el carruaje es una figura de lujo, posesión de alguna familia rica (o de rancio abolengo), y es difícil encontrar un establo donde alojarle, además de lo que puede costar la manutención. El espacio público, el laboral, es un lugar de asfixia, de horarios marcados, como la mente marcada a fuego por la sujeción a unas normas y jerarquías, vida de sumiso autómata, como lo es el privado, el que promete el casamiento con su prometida (a la que, como a su madre, importa ante todo la estabilidad y la imagen, el logro de una posición: como emblemas, el anillo de pedida y la fiesta de compromiso). Bucéfalo encontrará su lugar gracias a que aún ciertos turistas y parejas utilizan el carruaje, que lo ven como un emblema romántico, es decir, gracias a los que son de otro lugar y a los que viven en su particular ensueño. Fernando encontrará el suyo, ese otro espacio, en un frutal que se ha resistido a las presiones de los especuladores que ven en la naturaleza un mero espacio a rellenar, a edificar (como cierto partido, adalid de la <<gestión de realidad>>, quería hacer con el de toda la península cuatro décadas después): “El dinero se gasta enseguida y esta tierra no para de dar fruto. No me gustan ni los autos, ni las máquinas, ni el humo, ni las prisas, y como yo estaba aquí antes de eso, aquí me quedo y ellos que se vayan a otro lado.”, expresa el dueño del terreno.

Hace sesenta años Neville ya realizó un afilado discurso, con las suaves y «corteses» maneras de la comedia, rebosante de ingenio y de un proverbial sentido de la síntesis, que no ha perdido nada de vigencia (o que refleja que desgraciadamente no ha cambiado nada, ni siquiera mejorado en aspectos tan sustanciales como los que deja en evidencia). No son muchos los que han preferido esa vida alternativa por la que opta al final Fernando : “Tan pronto como nos hemos reunido unos cuantos seres de buena voluntad, hemos acabado con el motor y la gasolina y todas sus barbaridades. Con gente buena, que no falta, venceremos al materialismo y al motor.” Quizá porque los seres de buena voluntad no han sido capaces de reunirse, o porque los cruzados más persistentes, y los que encuentran más adeptos, son los fanáticos. El materialismo y la especulación han seguido arrasando con la naturaleza, y el motor sigue siendo el emblema de un mundo que prefiere ante todo la comodidad aunque vaya acompañada de la contaminación y la degradación (incluida, la moral).Precisamente, algo motorizado, un camión, termina con la vida del caballo, y la persecución, de otro personaje desubicado, que se siente (y queda) <<fuera de circulación>>, el que encarna Kirk Douglas en otra estupenda obra, Los valientes andan solos (1962), de David Miller. Además, el camión transportaba retretes, para hacer más sórdido el simbolismo de tal desolador final. En el revulsivo y combativo final de El último caballo, Fernando aún sigue cabalgando, combativo, sin saber que su realidad será cada vez más paralela, hasta ser atropellada en los márgenes. Aunque mejor pensar que después se unió a Thornton (Robert Ryan), en el final de Grupo salvaje, y, siguió combatiendo en otras revoluciones.

por Alexander Zárate


El último caballo

El último Caballo

  • Dirección: Edgar Neville
  • Guión: Edgar Neville
  • País: España
  • 1950
  • Intérpretes: Fernando Fernán Gómez, Conchita Montes, José Luis Ozores, Julia Caba Alba
Alexander Zarate
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