Hay un espectro un tanto beligerante, o sea insidioso, al que le falla la respiración. A la propia película, Insidious: Capítulo 3 (2014), de Leigh Whannell, guionista de las dos anteriores obras de la franquicia Insidious, dirigidas por James Wan, le pasa algo parecido. Sí logra ser efectivo en suscitar algún que otro sobresalto, y en crear en ciertos pasajes una opresiva atmósfera terrorífica, de esas que se agazapan y anidan en la piel, como el propio espectro con problemas de respiración en su acoso de la adolescente Quinn (Stefanie Scott), pero en su progresión más que sedimentarse un sugestivo poso dramático se diluirá a medida que se intensifiquen las atracciones de barraca de feria, incursiones en las otras dimensiones espectrales y confrontaciones con los insidiosos espectros, porque hay más de uno. La medium Elise (Linn Shaye), que ya aparecía en las dos obras previas (aunque sus aconteceres son posteriores en el tiempo), no sólo tendrá que combatir a ese  espectro cuyo estado de descomposición parece en un estado más avanzado que el resto de habitantes avistados en esa dimensión, sino con el espectro que no ceja, ni cejará, de intentar matarla cada vez que intenta ponerse en contacto con algún espíritu, como si fuera una señal de tráfico de dirección prohibida con impulsos de estrangulamiento. Precisamente,la narración también parece estrangularse en cierto punto del recorrido, desde el momento en que la amenaza se hace más explicita. Cuando es sombra, figura entrevista, sonido turbador, cuando la narración se gesta en su proceso de dotarse cuerpo dramático, resulta inquietante, e incluso intrigante, pero, como en la recientemente estrenada Poltergeist (2015), de Gil Kenan, desfallece el trayecto dramático cuando debería ya perfilarse, como si se seccionara su potencial desarrollo y se interrumpiera para dar paso a las meras acrobacias y contorsiones en la pista.

insidous

Quinn es una adolescente que quiere contactar con su madre. Lo intenta primero sola, y eso implica que invoque a esa indeseada presencia insidiosa. Su madre falleció no mucho tiempo atrás a causa de un cáncer que minó y descompuso su cuerpo. En esa figura espectral amenazante, de respiración escasa y cuerpo macilento, casi pútrido, no cuesta ver el equivalente de una agonía que no se ha superado, ni extirpado del pesaroso ánimo, como si no se hubiera enfrentado al estertor de una muerte, de una desaparición. Aún queda pendiente, y no avanza en el escenario de la vida. Por eso, en correspondencia, Quinn no logra actuar con desenvoltura en la prueba que realiza en la escuela de interpretación en la que quiere ingresar. Esa muerte es un lastre que la impide ingresar en la vida. Se ha atascado. Su mismo padre, Sean (Dermot Mulroney), se queja de su insuficiente apoyo en el hogar, en el cuidado de su hermano pequeño. No deja de ser también un reflejo en correspondencia el rechazo de Elise a volver a realizar sus contactos con entidades sobrenaturales. Prefiere mantenerse al margen, sin posibilidad de sufrir peligros. Una se ha quedado atascada en el pasado, y la otra en un presente inmóvil, un retiro de la realidad sobrenatural y de la inmediata, sobre todo desde que falleció su marido. Ayudando a Quinn, Elise recuperará la fuerza, la confianza en sí misma, se enfrentará a su miedo, y lo superará. También en ese proceso se confrontará con un amor perdido, el de su esposo fallecido, como Quinn se confronta con el de su madre. O cómo las pérdidas, en un caso y otro, se pueden convertir en ciertos quistes o lastres que dificulten el reingreso en la vida, atoramientos en cuestiones pendientes o en postramientos por falta estímulo vital (la misma Quinn está inmovilizada en la cama con dos piernas enyesadas tras ser atropellada por un coche; en Elise es postramiento más bien anímico).

 En su último tercio se logra crear algún momento perturbador (cuando comprueban en el monitor que la cámara ajustada en la cabeza de la inmovilizada Quinn se desplaza por el pasillo como si se hubiera levantado), pero en vez de despegar se queda en tierra, en la superficie, tras conseguir perturbar intermitentemente, como en un pasaje en el tren de la bruja de una atracción de feria. Pero no hay sensación de catarsis ni de, realmente, haber realizado un viaje, un trayecto. Y no la distingues en el recuerdo de parecidos sobresaltos en otros relatos de posesiones, cuyo filón parecen querer explotar hasta dejarlo como el espectro asmático Whannell y Wan (que rodará la continuación de Expediente Warren, 2013). Se agradecen los escobazos, pero a la fórmula le sigue faltando el resuello de la sustanciosa inspiración.

por Alexander Zárate

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